El arzobispo es un obispo que está al frente de una iglesia metropolitana - que es la capital de una provincia eclesiástica, que cuenta, por ello, con diócesis y obispos sufragáneos. Por tanto, al arzobispo le corresponde una cierta primacía, al menos de modo honorífico – aunque no solo - .
Hoy veo que, como le complacía hacer a algunos emperadores de Bizancio, un líder político ha descubierto su vocación arzobispal, aunque se trate de un ejercicio laico del arzobispado. El líder político en cuestión no ha podido evitar esa irresistible tendencia metropolitana laica a guiar a los sufragáneos – ellos les llaman “barones”, a recordarles la verdadera doctrina, a señalarles los límites entre lo permitido y lo prohibido.
Lo llevan en la sangre, o en el cargo. O se lo pide el cuerpo. No se frenan, estos arzobispos laicos, ni ante la aconfesionalidad del Estado, que ellos preconizan, llenos de razón, que ha de convertirse en un nacional-laicismo. Envidian a los arzobispos y envidian a Franco.
Y no pueden vivir sin unos ni sin el otro: Sin una jerarquía de la Iglesia a la que confieren unos poderes que esta no detenta y sin la memoria de aquel que se titulaba “Caudillo de España por la gracia de Dios”. Ellos quieren ser, estos líderes, ambas cosas: arzobispos y caudillos, si no por la gracia de Dios, al menos por la gracia del Parlamento – que se ha convertido, ya cansado de ser solo un Parlamento, en un nuevo dios, que ya no quiere ser solo el César, sino que quiere ser también Dios, la conciencia humana y hasta la suprema norma moral-.
Dice nuestro arzobispito, ejercitando su magisterio laico, que criticar la ideología de género es atacar a las mujeres. Esta reducción es absurda. La defensa de los derechos humanos, que obviamente son los derechos de los hombres y de las mujeres, es perfectamente compatible con la crítica a las exageraciones de la llamada “ideología de género”.
Dice también el arzobispito, ejercitando su magisterio laico, civilizado, moderno, secularizado, humanista, renacentista, ilustrado, democrático, leído y demás letanía – menos mal que no añade a su curriculum la humildad – que “la ética es privada”. Hombre, sorprende que quien pretende, desde el Parlamento, legislar sobre todos y sobre todo – sexo, vida, muerte, creencias, impuestos, matrimonio… - argumente que la “ética es privada”. La ética no es privada, es lo más público que hay.
Cualquier convicción ética fuerte aspira a ser reconocida universalmente. Aspira incluso, en cierto modo, a verse amparada por el derecho y por las leyes. Una convicción ética nos dice que la esclavitud no es aceptable. Pero los abolicionistas de la esclavitud no se conformaron, coherentemente, con defender esa convicción en el ámbito privado, sino que trataron de que fuese compartida públicamente y de que fuese, incluso, respaldada por la ley. Y los ejemplos al respecto podrían multiplicarse.
Es verdad que, ante otras realidades, malas, se debe ejercer la tolerancia. Hay males que soportamos por respeto a bienes mayores: la libertad de pensamiento, la libertad de las conciencias, etc. Pero esta tolerancia ante lo que pensamos que es un mal tiene un límite. No queremos ni podemos tolerar que se trafique con seres humanos, que prevalezca en todo la ley del más fuerte, etc. Hay muchas cosas que éticamente – en privado y en público – son intolerables. Y hay que reivindicar que así sean reconocidas por todos.
Pero si en algo no está legitimado el arzobispito laico es en denunciar presuntas “injerencias” – al menos le han revisado el texto y escribe correctamente “injerencias” con “j” - . Algo es algo. Tiene gracia, es sarcástico incluso, que los partidos políticos, que olvidando a Dios, se consideran césares omnipotentes, hablen de “injerencia”. Los políticos quieren meterse en todo: en el bolsillo, en el pensamiento, en la educación y hasta en las regiones que, anatómicamente, suelen estar cerca del bolsillo.
¡Para que vengan a dar lecciones! Ya no somos, señor arzobispito laico, sufragáneos de unas siglas. Déjenos usted en paz. Gestione bien lo que le toque gestionar y cállese un poco.
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