En tiempos de Jesús la lepra era signo de maldición y castigo por el pecado. Los leprosos eran malditos. Debían vivir fuera de las ciudades, excluidos de toda convivencia. Quien tenía contacto con ellos se hacía impuro. Se explica así que la curación de la lepra era una bendición que traería el Mesías. Por eso, cuando a Jesús le preguntan si él es el Mesías, se limita a decir lo que hace: «Los leprosos quedan limpios».
El evangelio de este domingo narra la curación de un leproso, que, rompiendo las normas de su tiempo, se acerca a Jesús y, postrado de rodillas, le suplica: «Si quieres, puedes limpiarme». El evangelista dice que a Jesús se le conmovieron las entrañas, le tocó, y usando las mismas palabras del leproso, se las devolvió con la curación: «Quiero, queda limpio». Ha bastado la súplica.
Ahora bien, la curación de la lepra tenía que ser declarada por los sacerdotes. De ahí que Jesús le remita al sacerdote para que certifique que está curado y pueda participar también del culto de la sinagoga. En esta orden de Jesús hay un dato que merece explicación. El texto griego dice que Jesús «se llenó de indignación» al decirle que se presentara ante el sacerdote. Esta actitud no concuerda con la compasión que ha sentido por el leproso. ¿Cómo pudo pasar en tan breves instantes de la compasión al enfado? Es evidente que la indignación no va dirigida al leproso sino a los sacerdotes que criticaban a Jesús porque hacía milagros y sanaba a los enfermos. No querían aceptar que los milagros de Jesús manifestaban claramente su condición de Mesías. Por eso, Jesús envía al leproso curado a los sacerdotes «como un testimonio contra ellos», es decir, como una prueba de su obstinación al no reconocer en Jesús al Mesías. Al tener que verificar la desaparición de la lepra, tenían que admitir que, si era Jesús quien lo había sanado, se debía al poder que habitaba en su persona.
Ya hemos dicho en varias ocasiones, y conviene repetirlo, que el hecho de que Jesús haga milagros es importante para fortalecer nuestra fe en él. Los milagros de Jesús son un signo de la compasión con el hombre, ciertamente. Pero es verdad que Jesús no hizo todos los milagros que podía haber hecho. En Nazaret y algunos lugares de su entorno, Jesús se negó a hacer milagros porque quienes lo pedían buscaban el espectáculo. Pretendían manipular a Jesús. Jesús siempre se negó a todo intento de manipulación de su persona, como veremos el próximo domingo, al iniciar la Cuaresma. Cuando falta la fe, Jesús se niega a hacer milagros. Pero además de la compasión, los milagros prueban que en Jesús ha llegado la salvación definitiva. Son una prueba de que es el enviado de Dios. Por ello, en más de una ocasión, en sus controversias con los líderes religiosos del pueblo que se niegan a creer en él, les dice: Si no creéis en mí, al menos creed en mis obras, porque las obras que yo hago dan testimonio de mí. Este argumento de Jesús vale para siempre. La fe en Jesús no es algo irracional. Nos adherimos a Cristo no por un impulso emotivo o sentimental, que puede cambiar según el estado anímico. Creemos en él porque nuestra razón asiente a los signos que da como Hijo de Dios que ha venido a sanarnos de algo más que la lepra, la ceguera o la parálisis física. Jesús no es un taumaturgo compasivo que se apiada sólo de aquellos a quienes sana. Ha venido a liberarnos de una lepra espiritual que se llama pecado. Y cuando nos pide la fe, nos ofrece argumentos para que creamos confiadamente, con el corazón y la razón, que realmente él es quien dice ser. La fe tiene argumentos razonables, porque Dios nos ha dado la razón para que creamos también por medio de ella.
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