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jueves, 1 de febrero de 2018

Carta semanal del Sr. Arzobispo

El eclipse de Dios

Hace ya varias décadas, el filó- sofo judío Martin Buber, uno de los padres del personalismo, escribió un célebre ensayo titulado “El eclipse de Dios”. Habiendo nacido en Viena en 1878 tenía en su memoria de modo patente y paté- tico el Holocausto que los judíos sufrieron a causa de la persecución alemana de Adolf Hitler, que a él le sorprendió en plena madurez humana e intelectual cuando tenía 62 años de edad. Tuvo que exiliarse a Palestina para poder salvar su vida. Morirá en Jerusalén en 1965. Su obra sobre el “eclipse de Dios” tiene ese trasfondo: cuando Dios desaparece del horizonte humano, cuando su luz queda ocultada y censurada, entonces el rostro de los hombres también se difumina. No en vano él desarrolló desde la filosofía personalista todo lo que permite que las personas aprendan a vivir conviviendo: es la filosofía del encuentro y del diálogo, en la que tanto y tan bellamente insistió Juan Pablo II siguiendo esa misma escuela filosófica del personalismo a través de los pensadores judíos y cristianos.

No es que Dios haya muerto, como cínicamente propugnaba años antes el alemán Friedrich Nietzsche, sino que a Dios lo han tapado, lo han querido eclipsar, lo han expulsado del paraí- so humano, dando la vuelta a la escena bíblica de la expulsión de Adán y Eva en el Edén. Y así decía Martin Buber: «existe un eclipse de Dios de igual forma que existe un eclipse solar, y la hora que nos toca vivir es una hora de tiniebla». Entonces se entiende que cuando le hacemos desaparecer a Dios de nuestro mundo más cotidiano las cosas ya no tienen en Él una referencia moral, y entonces se produce un vacío, una relativización, un nihilismo, donde tantos valores pierden su fundamento y las cosas no encuentran su justa y respetuosa relación. 

En su importante obra “El drama del humanismo ateo”, el teólogo jesuita Henri De Lubac dejó escrito: “no es verdad que los hombres sean incapaces de construir un mundo sin Dios: ya lo tienen. Pero cuando se construye un mundo sin Dios, se hace contra el hombre”. Y, ciertamente, todas las tragedias que han acontecido en la historia de la humanidad, tienen ese marchamo de la expulsión de Dios de nuestras vidas, de su eclipse calculado y sentenciado, que termina por destruirnos de tantos modos. 

Pero también en nombre de Dios se han cometido verdaderas locuras que han destruido a los hombres como no pocas veces ha sucedido. No se trataba de un Dios auténtico, sino de una coartada, un pretexto, una extraña complicidad, por la que se le vestía con nuestros uniformes, se le abanderaba con nuestras enseñas, se le pertrechaba con nuestras armas, y se le hacía cómplice de todas nuestras corrupciones. Ese dios, por ser falso, ha contribuido a la construcción de un mundo contra el hombre también. 

A pesar de este reto cultural en el que nos encontramos, debemos afirmar que hay un camino siempre abierto de parte de Dios hacia el hombre, que viene a encauzar los mil caminos que el hombre ha querido abrir en su acceso al mundo divino y que es infinitamente mayor que todos nuestros eclipses, cerrazones y relativismos. Esta es la afirmación humilde y audaz del cristianismo: la mutua apertura de Dios y del hombre se encuentran en lo que llamamos revelación, porque Dios mismo ha venido a revelarnos su entraña que ilumina nuestro propio misterio. No es una palabra sórdida que Dios pronuncia para nadie, ni tampoco un silencio mudo que el hombre quiere desentrañar, sino el encuentro cabal de esa palabra gratuita que viene al encuentro del silencio mendicante de nuestro corazón.

+Fray Jesús Sanz Montes O. F. M.
Arzobispo de Oviedo

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