El pasaje evangélico recuerda la base real e histórica sobre la que se funda el título de Madre de Dios: «Cuando se cumplieron los ocho días para circuncidarle, se le dio el nombre de Jesús, el que le dio el ángel antes de ser concebido en el seno de la madre». Pero es Pablo quien, en la segunda lectura, nos ofrece la verdadera dimensión del misterio: «Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la ley, y para que recibiéramos la filiación adoptiva».
Madre de Dios fue en el origen un título que concernía más a Jesús que a la Virgen. De Él nos atestigua que es verdadero hombre: «¿Por qué decimos que Cristo es hombre, sino porque es nacido de María que es una criatura humana?» (Tertuliano). Nos atestigua, en segundo lugar, que es verdadero Dios. Sólo si Jesús es visto como Dios, es posible llamar a María «Madre de Dios».
Finalmente, de Jesús, atestigua que Él es Dios y hombre en una sola persona. Si en Jesús humanidad y divinidad hubieran estado unidas en cuanto a una unión sólo moral y no personal (así pensaban los herejes contra los cuales fue definido el título «Madre de Dios», Theotokos, en el Concilio de Éfeso del año 431), Ella no podría ya haber sido llamada Madre de «Dios», sino sólo Madre de «Jesús» o de «Cristo». María es aquella que hizo de Jesús nuestro hermano.
Eligiendo esta vía materna para manifestarse a nosotros, Dios reveló, al mismo tiempo, la dignidad de la mujer. «Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer». Si San Pablo hubiera dicho: «nacido de María», se habría tratado sólo de un detalle biográfico; diciendo «nacido de mujer» dio a su afirmación un alcance universal e inmenso. Es la mujer misma, cada mujer, quien ha sido elevada, en María, a tal increíble altura. María es aquí la mujer. Se habla mucho hoy de la promoción de la mujer, que es uno de los signos de los tiempos más bellos y alentadores. Pero Dios nos ha precedido mucho; confirió a la mujer un honor tal como para hacernos enmudecer a todos.
El título Madre de Dios nos habla, en fin, naturalmente de María. María es la única, en el universo, que puede decir, dirigiéndose a Jesús, lo que le dice a Él el Padre celestial: «¡Tú eres mi Hijo; yo te he engendrado hoy!» (Cf. Hb 1,5; Sal 2,7. Ndt). San Ignacio de Antioquia dice, con toda sencillez, que Jesús es «de Dios y de María». Casi como decimos nosotros de un hombre que es hijo de éste y de ésta. Dante Alighieri encerró la doble paradoja de María, que es «virgen y madre» y «madre e hija», en un solo verso: «¡Virgen Madre, hija de tu Hijo!».
El título Madre de Dios basta por sí solo para fundar la grandeza de María y justificar el honor a Ella tributado. Se reprocha a veces a los católicos que exageran en el honor y en la importancia atribuidos a María, y en ocasiones hay que reconocer que el reproche no carecía de fundamento, al menos por el modo con que aquello se realizaba. Pero jamás se piensa en lo que hizo Dios. Dios fue tan allá al honrar a María haciéndola Madre de Dios que ninguno puede decir más, «aunque tuviera –decía el propio Lutero– tantas lenguas cuantas briznas de hierba hay en la tierra».
El título de Madre de Dios es también hoy el punto de encuentro y la base común a todos los cristianos, del que volver a partir para reencontrar el acuerdo en torno al lugar de María en la fe. Es el único título ecuménico, no sólo de derecho, porque fue definido en un Concilio ecuménico, sino también de hecho, en cuanto que es reconocido por todas las mayores Iglesias cristianas.
La oración mariana más antigua, Sub tuum praesidium, expresa la confianza y el consuelo que el pueblo cristiano siempre ha sacado de este título de la Virgen: «Bajo tu protección nos acogemos, Santa Madre de Dios; no deseches las súplicas que te dirigimos en nuestras necesidades; antes bien, líbranos siempre de todo peligro, ¡oh Virgen gloriosa y bendita!».
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