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jueves, 4 de enero de 2018

Carta del Sr. Arzobispo

Estrenar el estreno inacabado

No podemos censurarlo ni distraerlo, porque es una exigencia humilde que tiene nuestro corazón: hay un grito de rebeldía que desde lo más sincero y hondo de nosotros surge siempre que nos adormilamos, nos descentramos, nos relajamos… dejándonos llevar por lo mediocre. Ese inquieto corazón nuestro sueña con algo que sea nuevo, distinto, diferente, y no sabemos ni queremos resignarnos a lo que, en el fondo, no tiene que ver con lo más verdadero de nosotros. Sueña con algo que pueda sacudir todo lo que nos ha complicado torpemente la vida, lo que la ha hecho injusta, falsa e intratable, todo cuanto de postizo, maquillado y trucado nos impone un personaje en el que nuestra persona no cabe. Y entonces, emerge como una imparable flor de las semillas escondidas, el ensueño de poder estrenar lo que propiamente nos corresponde. Hemos sido creados así y para esto. Estemos como estemos, nos suceda lo que nos suceda, siempre habrá ese bendito inconformismo que nos devuelve a lo más auténtico de nosotros mismos.

Este es el ritual que, de tantos modos, escenificamos cada comienzo de año, cuando con amigos y familia nos disponemos a traspasar la línea divisoria de un reloj que marca las horas al filo de la medianoche del último día de cada año. Empezando por las uvas engullidas con algo de superstición y casi siempre atraganto en la nochevieja, o los brindis con una copa de sidrina nuestra o cava de otros lares (no de todos, por cierto), o el abrazo cargado de afecto y sinceridad a las personas presentes o ausentes que más queremos intercambiando el saludo y el beso por algo que comienza sorprendiéndonos juntos y no revueltos. Porque al decirnos nuestro habitual “feliz año nuevo”, no estamos pronunciando sin más una frase hecha, sino que estamos traduciendo amablemente la aspiración que todos tenemos de poder construir con ilusión y gozar contentos de la belleza, la bondad, la verdad y la paz que palpitan en nuestra entraña, esas que Dios quiso sembrar en el surco de nuestra identidad humana y cristiana.

Comienza un nuevo año teniendo por delante doce meses. Me pregunto desde los primeros lances de enero, cuáles serán las sorpresas hermosas, las sorpresas broncas y las que resultarán entre ambas sencillamente agridulces. Personas que se nos irán, personas que nos llegarán. Sobresaltos que nos bendecirán con la paz o los que intentarán arrugar nuestra esperanza. Entre los pintos y los valdemoros, entre los pongas y los tebongos, así iremos escribiendo el relato de una historia que está todavía por escribir.

Esta es la aventura de la vida, cuando dejamos que el Señor, nuestro divino escribano, relate con nosotros la historia que nosotros no siempre hemos relatado. Y, como tantas veces lo hemos experimentado, Él escribirá lo que nos devuelve a nuestra humilde trama, y hablará de nosotros sin plagio de historias prestadas ni tampoco con aburrimiento cansino, incluso en la torpe aventura de nuestros renglones más torcidos. Así es nuestro Dios, que escribe con versos y besos, si nosotros le dejamos, esa historia para la que nacimos.

Yo deseo todo esto para todos, lo deseo para mí. Y hago de ello una plegaria para que no sea nuestra cerrazón asustadiza ni nuestra alocada pretensión las que marquen las horas en este nuevo año, sino la rendida confianza que nos permite estrenar con sabor a algo fresco la aventura de vivir sabiéndonos acompañados por el buen Dios, y por tantas personas buenas que Él ha puesto a nuestro lado. Nos ponemos bajo la mirada de nuestra Madre la Santina en este año especial de su centenario. Feliz año nuevo, hermanos.

+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo

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