Creemos firmemente, y así lo esperamos, que del mismo modo que Cristo ha resucitado verdaderamente de entre los muertos, y que vive para siempre, igualmente los justos después de su muerte vivirán para siempre con Cristo resucitado y que Él los resucitará en el último día (cfr. Jn 6, 39-40).
Creer en la resurrección de los muertos ha sido desde sus comienzos un elemento esencial de nuestra fe cristiana. “La resurrección de los muertos es esperanza de los cristianos; somos cristianos por creer en ella” (Tertuliano). “Si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra predicación y vana también nuestra fe” (1 Cor 15, 14).
Cuando una persona muere, su cuerpo es enterrado o incinerado. A pesar de ello creemos que hay una vida después de la muerte para esa persona. Jesús se ha mostrado en su Resurrección como Señor de la muerte; su palabra es digna de fe: “”Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre” (Jn 11, 25-26).
La fe testimoniada en el Nuevo Testamento lee en la resurrección de Cristo el futuro último del hombre y del mundo, fundando un estilo de esperanza vigilante propio de la existencia redimida y confesando la belleza de estar con Cristo o viviendo el drama de un irrevocable rechazo en la condenación eterna.
Estar con Cristo en la vida eterna. La convicción de estar con Cristo después de la muerte es reiterada por San Pablo: “Siempre llenos de buen ánimo y sabiendo que, mientras habitamos en el cuerpo, estamos desterrados lejos del Señor, caminamos en la fe y no en visión. Pero estamos de buen ánimo y preferimos ser desterrados del cuerpo y vivir junto al Señor” (2 Cor 5, 6-8). El apóstol, que no renuncia a las fatigas de la misión, no oculta sin embargo el deseo de la muerte para estar con Cristo (cfr. Flp 1, 23), mostrando la segura esperanza que la muerte introduce inmediatamente en una existencia con Cristo, deseable y mejor que la actual vida terrena.
Alejarse de Cristo. La alternativa a estar con Cristo en la vida terna es alejarse de Él, el permanecer fuera, el ser expulsado del banquete, en el drama de una muerte al que el lenguaje del Nuevo Testamento atribuye las imágenes de “gehenna de fuego” (Mt 19, 9), “horno de fuego” (Mt 13, 50), “fuego que no se apaga” ( Mc 9, 43.48), “lago de fuego que arde en azufre” (Ap 19, 20). Estas imágenes, familiares en el universo cultural de la Iglesia naciente, expresan la tristeza del fracaso irrevocable, la tragedia del rechazo del don de Dios y sus consecuencias sobre el hombre en el presente de su vida terrena y en el futuro de la vida más allá de la muerte y del destino final.
Juicio final. La realidad creada será totalmente desvelada en la victoria de Cristo, que es el juicio final: en Aquel “que vendrá a juzgar a vivos y muertos y su reino no tendrás fin”, todo lo que ha sido llamado a la existencia será puesto bajo la mirada de la amorosa soberanía de Dios.
Las promesas de Dios –justicia, reconciliación, paz, libertad– se realizarán en cada uno según la capacidad de acogida, madurada en la propia historia de aceptación o de rechazo del Amor eterno, entrado en el tiempo. Aquí se percibe en todo su dramatismo la posibilidad de una condenación eterna, que priva definitivamente a la persona de la capacidad de amar, en la cual solo puede encontrar la felicidad. Sin embargo, sin la posibilidad trágica de la condenación última, toda la visión de esperanza fundada en la fe de la pascua se resolvería en una fantasía falta de seriedad, en una excesivamente fácil proyección del deseo. Sólo el riesgo de la libertad para rechazar la gracia y el amor da espesor histórico y dignidad a la representación de la belleza de la gloria futura.
Lejos de ser evasión consoladora, la esperanza, que no defrauda, compromete el corazón y la vida en una ética y una espiritualidad plena con Dios, los hombres y el mundo. El mundo entero como patria de Dios no es un sueño que elude el presente, sino horizonte que estimula el compromiso y da a todo ser el sabor de la dignidad, grande y dramática al mismo tiempo, que se le ha conferido.
A diferencia de toda idea de reencarnación, entendida como vuelta de una persona que ya ha vivido, la fe cristiana en la resurrección de los muertos afirma el valor irrepetible de cada persona, la dignidad y consistencia de todo hombre en cuanto sujeto consciente y responsable de una historia que le pertenece y de la que habrá de dar cuenta en su unicidad. Amada y redimida por Dios en la totalidad de su ser, toda persona está llamada a una alianza de fidelidad eterna con el Dios de la vida y de la historia.
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