Es instructivo observar cuáles son los motivos por los que los invitados de la parábola rechazan participar en el banquete. El evangelista Mateo dice que ellos «no hicieron caso» de la invitación y «se fueron el uno a su campo, el otro a su negocio». El Evangelio de Lucas, sobre este punto, es más detallado y presenta así las motivaciones del rechazo: «He comprado un campo y tengo que ir a verlo... He comprado cinco yuntas de bueyes y voy a probarlas... Me he casado, y por eso no puedo ir» (Lc 14,18-20). ¿Qué tienen en común estos personajes? Los tres tiene algo urgente que hacer, algo que no puede esperar, que reclama inmediatamente su presencia. ¿Y qué representa el banquete nupcial? Éste indica los bienes mesiánicos, la participación en la salvación traída por Cristo, por lo tanto la posibilidad de vivir eternamente. El banquete representa pues lo importante en la vida, más aún, lo único esencial. Está claro entonces en qué consiste el error cometido por los invitados; ¡está en dejar lo importante por lo urgente, lo esencial por lo contingente!
Esto es un riesgo tan difundido e insidioso, no sólo en el plano religioso, sino también en el puramente humano, que vale la pena reflexionar sobre ello un poco. Ante todo en el plano religioso. Dejar lo importante por lo urgente significa aplazar el cumplimiento de los deberes religiosos porque cada vez se presenta algo urgente que hacer. Es domingo y es hora de ir a Misa, pero hay que hacer aquella visita, aquel trabajo en el jardín, y hay que preparar la comida. La liturgia dominical puede esperar, la comida no; entonces se aplaza la Misa y uno se reúne en torno a la olla.
He dicho que el peligro de omitir lo importante por lo urgente está presente igualmente en el ámbito humano, en la vida de todos los días, y querría aludir también a esto. Para un hombre es ciertamente importante dedicar tiempo a la familia, estar con los hijos, dialogar con ellos si son mayores, jugar con ellos sin son pequeños. Pero en el último momento se presentan siempre cosas urgentes que despachar en la oficina, extras que hacer en el trabajo, y se pospone para otra ocasión, acabando por regresar a casa demasiado tarde y demasiado cansado para pensar en otra cosa.
Para un hombre y una mujer es una obligación moral ir cada tanto a visitar al anciano progenitor que vive solo en casa o en una residencia. Para alguno es importante visitar a un conocido enfermo para mostrarle el propio apoyo y tal vez hacerle algún servicio práctico. Pero no es urgente, si se pospone aparentemente no se cae el mundo, a lo mejor nadie se da cuenta. Y así se aplaza.
Lo mismo se hace en el cuidado de la propia salud, que también está entre las cosas importantes. El médico, o sencillamente el físico, advierte que hay que cuidarse, tomar un período de descanso, evitar aquel tipo de estrés... Se responde: sí, sí, lo haré sin falta, en cuanto haya terminado ese trabajo, cuando haya arreglado la casa, cuando haya liquidado todas las deudas... Hasta que uno se percata de que es demasiado tarde.
He aquí dónde está la insidia: se pasa la vida persiguiendo los mil pequeños quehaceres que hay que despachar y no se encuentra tiempo para las cosas que inciden de verdad en las relaciones humanas y que pueden dar la verdadera alegría (y si se descuidan, la verdadera tristeza) en la vida. Así, vemos cómo el Evangelio, indirectamente, es también escuela de vida; nos enseña a establecer prioridades, a tender a lo esencial. En una palabra: a no perder lo importante por lo urgente, como sucedió a los invitados de nuestra parábola.
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