Viaje de ida y vuelta:
Tierra Santa
Esta semana pasada hemos realizado un viaje especial un buen grupo de asturianos: cuarenta cristianos hemos peregrinado a Tierra Santa. Es una tierra que tiene geografía y tiene también historia. Los parajes son los mismos; los barrios viejos de algunas de sus ciudades y aldeas se conservan intactos. Es la geografía que fue testigo de una historia inolvidable, y para los que hemos recibido el don de la fe es el mapa de nuestra patria creyente y el relato que nos describe discretamente.
Es una gracia grande poder peregrinar alguna vez en la vida a donde vivieron Jesús, María y los primeros discípulos cristianos. Por unos días nos convertimos en los viandantes que buscan y esperan como aquellos hombres y mujeres de hace dos mil años esperaron y buscaron. La sorpresa es que te encuentras con Alguien que antes que tú te pusieras en camino, ya se asomaba para ver si llegabas y por dónde venías, cuál era el fardo de tu equipaje y qué luz es la que tus ojos ciegos podían recibir como colirio santo.
Allá fuimos este puñado de cristianos astures, con la edad de nuestros años; con las certezas que nos hacen sólidos y seguros en medio de las intemperies temidas y algunas tempestades que nos sobrevienen; con las dudas que nos hacen mendigos de una luz verdadera en medio de nuestras tinieblas; con las preguntas que palpitan en el corazón esperando poder encontrarnos con las correspondientes respuestas. Y así, entre recuerdos de una vida ya pasada, los sueños de una vida todavía no llegada, y las evidencias de una vida tierna y tercamente presente, hicimos la maleta para emprender este especial viaje.
Pisando las huellas en las piedras que dejaron otros pies nos fuimos metiendo en los lugares cuyos nombres nos eran tan familiares. Nazaret, Jericó, Genesaret, Cafarnaúm, Magdala, Betania, Belén, Ain Karem, Jerusalén… eran las ciudades por donde paseamos nuestra fe mientras recordábamos lo que en cada una de ellas aconteció. Las palabras que en ellas se pronunciaron sin engaño y los gestos que como un milagro en ellas se ofrecieron, nos asaltaban tras el texto evangélico que leíamos para poner significado a ese bendito escenario. Nos sentimos pescadores rudos que de pronto se encuentran con un Maestro distinto, capaz de ver peces donde nuestras redes no vieron nada. Nos descubrimos pecadores de tantos errores con los que nos hacemos extraños ante Dios y deslices que nos ponen como rivales de los hermanos, pero sabedores de que nuestras debilidades no tienen la última palabra cuando Dios se la reserva para balbucir su perdón lleno de misericordia.
Y así fueron desfilando los nombres de aquellos hombres y mujeres que dos mil años atrás se encontraron con Jesús. También ellos tenían nombre, edad y circunstancia, tenían su fardel de esperanza y desencanto que les hacía brindar por los gozos que tan rápidamente caducaban al igual que les hacía llorar con las penas de todos sus sollozos. Pero todos ellos nos prestaban sus cuitas, sus anhelos, sus bondades, sus gracias y pecados, porque también nosotros éramos Pedro, Juan, Santiago, Andrés… Magdalena, Zaqueo, Nicodemo. Y cada cual se sabía colocar como oyente y como testigo de lo que entonces dijo e hizo Jesús, pero escuchándolo y viéndolo como quien oye una palabra o asiste a un milagro que tiene que ver conmigo. En Tierra Santa todo eso se hace presente para poder volver al terruño cotidiano y contar lo que en el camino vimos y oímos tan inmerecidamente. Es un viaje de ida y vuelta, que nos lleva a las fuentes cristianas donde poder renacer de nuevo como creyentes.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
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