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viernes, 1 de septiembre de 2017

Carta abierta al padre Santiago Martín del padre Christopher Hartley Sartorius

29 de agosto de 2017. Fiesta del martirio de San Juan Bautista.

Querido Santiago:

Todos hemos vivido horrorizados el atentado terrorista que tuvo lugar en días pasados por las calles de Barcelona. El hecho de que estos atentados se repitan cada vez con mayor frecuencia, no puede, de ninguna manera, volver nuestro corazón y nuestra conciencia, insensibles a la maldad diabólica que anida en tantos hombres y mujeres que profesan el islam.

No te escribo esta carta para expresarte mi opinión, de por qué creo que se dan estos fenómenos, aunque ya comprenderás que, después de vivir más de diez años inmerso en una sociedad musulmana radical y a pocos kilómetros de la frontera con Somalia, me sobran argumentos y credibilidad que compartir.

Te escribo para decirte que me siento orgulloso de ti, orgulloso de ver a un hermano sacerdote, vivir lo que el día de su ordenación sacerdotal prometió –delante de Dios y de los hombres– con tanta fidelidad y heroísmo. Me siento profundamente honrado de tenerte por amigo y de recibir de ti –aun en la enorme distancia geográfica que nos separa– continuos testimonios tuyos: buen pastor de tu parroquia, celoso administrador de los sacramentos, profeta de verbo encendido y palabra esclarecida.

Te escribo también con verdadera tristeza, al constatar, al paso de los días, que ni un solo hermano de tu presbiterio diocesano ha tenido el valor de dar público testimonio de su solidaridad contigo. Al menos en las pocas páginas digitales que tengo oportunidad de consultar, no veo que nadie, ni un solo sacerdote de Madrid, con su nombre y apellidos y por escrito, haya tenido el valor de salir en tu defensa.

Es posible que algunos se hayan comunicado contigo de manera privada: un email, una llamada... eso no sirve para nada, porque tú, como gran profesional del periodismo que eres, sabes muy bien que lo que no se sabe es como si no hubiese ocurrido.

Leo con verdadera vergüenza estas palabras en Infovaticana: "... Varios sacerdotes del clero de la capital española han contactado con InfoVaticana para lamentar que el arzobispo no se comporte con esa diligencia con otros asuntos bastante más urgentes, como graves desórdenes doctrinales, litúrgicos y morales que tienen lugar en la archidiócesis de la capital y en los que el purpurado mira para otro lado..."

¿De qué sirve que se comuniquen de manera privada a lo Nicodemo, viniendo de noche, si no son capaces de alzar la voz como una trompeta en defensa del amigo, del hermano?

Con no menos vergüenza leo la nota que publica tu arzobispado, una nota, que quien la haya escrito, como anónimo sin firma, no se ha enterado de la película. Lo que dijiste en los avisos de la Santa Misa está clarísimo y la nota no contesta a nada de lo que dijiste, lo que hace es distanciar al arzobispo de las palabras de su sacerdote y salir en defensa de dos alcaldesas impresentables, que continuamente ensucian con sus palabras y decisiones institucionales, todo lo que es sagrado, verdadero y justo para nosotros los católicos. No hace falta dar ejemplos porque son abundantísimos, empezando por la repugnante celebración por las calles de Madrid, en semanas pasadas, de los homosexuales y otros comportamientos degenerados contra los que la hermosura del cristianismo ha luchado desde su enfrentamiento a las depravaciones del imperio romano.

Es muy posible, mi querido amigo, mi querido hermano, que nadie este aporreando la puerta de la nunciatura esta mañana, proponiendo tu nombre al episcopado. Ya sabes que, en la historia de la Iglesia, los profetas muy pocas veces llegan a semejantes dignidades. Al episcopado aspiran tercamente los clérigos que han dejado de aspirar a la santidad y a vivir con radicalidad el evangelio.

No te descubro nada nuevo si te recuerdo que cuando tu vida se acabe, en el más allá, a las puertas del Reino, no habrá papas, ni obispos, ni gerifaltes mitrados con roquete de ganchillo que te juzguen. Allí estará Jesús, buen pastor de tu alma, su bendita Madre y todas esas multitudes de gentes sencillas, cuya fe protegiste porque, ni fuiste un perro mudo como tantos obispos y curas de nuestra Iglesia, ni fuiste un pastor asalariado o mercenario, que huye (con su silencio) cuando viene el lobo de lo que es "eclesiásticamente políticamente correcto".

A finales de 1990, cuando le faltaban pocos meses para morir, me escribió una carta, como respuesta a una consulta personal que le hacía, el Venerable José Rivera, sacerdote diocesano de Toledo, que sufrió lo indecible "a manos" de su obispo y padeció terrible persecución por parte de sectores muy selectos del clero diocesano. Me decía esto en esa carta:

"En esta bendita organización en la que nos movemos vale más el testimonio de elegir valores evangélicos, que la aceptación sin más de una posibilidad –muy discutible en tu caso– de disponer de campo más amplio. Desde tu santificación individual y desde el planteamiento apostólico, pienso que es claro [...] Es triste y aún tristísimo tener que hacer estas distinciones; pero es evidente que hay que hacerlas, y elegir entre el evangelio y los Cardenales, que necesitan, todavía al cabo de los siglos, una eminentísima y reverendísima reforma".

Al leer la "nota" de tu arzobispado y el maltrato de tu arzobispo, al darme cuenta que no solo no te ha defendido en público, sino que en público te ha corregido y humillado, me he acordado de las palabras que un día me escribió este sacerdote santo.

Un obispo debería ser un padre y sus más preciosos hijos son sus sacerdotes, sus más estrechos colaboradores, los que forman con él un solo presbiterio. Así no se corrige a un sacerdote. Y si me lo hubiera hecho a mí mi obispo, bien que se lo haría saber, bien que lo iba a lamentar.

Deseo con todo mi corazón, querido Santiago, como dice el Venerable Rivera, sacerdote santo y pastor de multitudes, que también tú sepas siempre elegir entre el Evangelio y los cardenales, que como proféticamente dice el gran Don José, "necesitan, todavía al cabo de los siglos, una eminentísima y reverendísima reforma".

Frente al malecón de la ciudad colonial de Santo Domingo que bañan las aguas cristalinas de verde turquesa de ese sin igual mar Caribe, se alza una impresionante estatua. No es la de un Virrey o cardenal del Nuevo Mundo, sino la de un sencillo hombre, vestido con el hábito de la orden de los padres dominicos. Se llama Fray Antón de Montesinos.

Era cuarto domingo de adviento, corría el mes de diciembre de 1511. Esa mañana subió al púlpito este humilde fraile y pronunció un sermón que para siempre se recordará en los anales de la historia de la evangelización de las Américas. Tenía frente así a toda la corte española, a lo más granado de los eclesiásticos. El templo estaba a rebosar. Ocupaban los primeros puestos las principales autoridades coloniales, entre ellas el almirante Diego de Colón, hijo del conquistador. También estaba presente el clérigo Bartolomé de Las Casas, en su calidad de encomendero. Ante un público tan cualificado, el predicador no tuvo pelos en la lengua y habló de esta guisa; no le tembló el pulso, y entre otras cosas dijo, en defensa de la población indígena:

"[Decid, ¿con qué derecho y con qué justicia tenéis en tan cruel y horrible servidumbre aquestos indios? ¿Con qué autoridad habéis hecho tan detestables guerras a estas gentes que estaban en sus tierras mansas y pacíficas, donde tan infinitas dellas, con muertes y estragos nunca oídos, habéis consumido? ¿Cómo los tenéis tan opresos y fatigados, sin dalles de comer ni curallos en sus enfermedades, que de los excesivos trabajos que les dais incurren y se os mueren, y por mejor decir los matáis, por sacar y adquirir oro cada día? ¿Y qué cuidado tenéis de quien los doctrine y conozcan a su Dios y creador, sean baptizados, oigan misa, guarden las fiestas y domingos? ¿Estos, no son hombres? ¿No tienen ánimas racionales? ¿No sois obligados a amallos como a vosotros mismos? ¿Esto no entendéis, esto no sentís? ¿Cómo estáis en tanta profundidad, de sueño tan letárgico, dormidos? Tened por cierto, que en el estado que estáis, no os podéis más salvar que los moros o turcos que carecen y no quieren la fe en Jesucristo".

Nadie se acuerda de los Virreyes de aquel tiempo ni de los poderes públicos (que hoy serían las Colau y Carmenas de turno), ni de los grades mitrados. La historia los ha olvidado por irrelevantes y por su connivencia con la corona (o la república, que para el caso es lo mismo). La Iglesia sólo se acordará de este fraile fiel que defendió a los pequeños de su tiempo, como tú, Santiago, has defendido desde hace tantos años tan valientemente la fe de tu pueblo.

Como la corona pidió a los poderes eclesiásticos en 1511 que silenciaran la voz de Fray Montesinos, así la corona (aunque sea corona filo-republicana) al alimón con tus superiores, te silencian y desautorizan.

Sigue gritando la verdad a los cuatro vientos, no te calles. Porque el otro día, cuando hablabas en los anuncios a tus parroquianos, muy posiblemente creyeras que tu voz sencilla no habría de escucharse más allá de la puerta principal de tu templo parroquial y mira tú por donde, tu voz a mí se me ha clavado en el corazón, me ha llenado de renovado coraje, has avivado la fe y el ministerio de un misionero, que soy yo, a miles de kilómetros de distancia.

A mí no me da miedo salir en tu defensa, esa una de las muchas ventajas que tiene vivir en un secarral tan infame como este, que por más que quieran los obispos ¡no me podrían mandar a un sitio peor!

A Juan Bautista le cortaron la cabeza, no le defendió nadie, lo celebramos hoy, lo han celebrado obispos y sacerdotes cercanos a ti, que no te han defendido y se han callado como cobardes.

Querido Santiago, si quieren que dejes de hablar, de predicar la verdad, esa verdad que solo subsiste en su totalidad en la Santa Iglesia Católica...

¡Que te corten la cabeza!

Tu hermano sacerdote.
Christopher Hartley Sartorius
Sacerdote Diocesano de Toledo
Misionero en Etiopía

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