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miércoles, 23 de agosto de 2017

Tierra conquistada. Por Juan Manuel de Prada

Tras la masacre perpetrada en la Rambla, todos los botarates con mando en plaza han afirmado muy solemnes que Cataluña seguirá siendo “tierra de acogida”. Pero, ¿a qué acogida se refieren? Cataluña fue, en efecto –como nos recuerda Cervantes–, “albergue de extranjeros”; pero eso ocurría cuando Cataluña cultivaba las virtudes teologales. Hoy Cataluña (con signos más acelerados de pudrición que el resto de España, incluso) se ha quedado sin virtudes teologales y es un páramo donde campa por sus fueros el separatismo, que ha fomentado la inmigración islámica, para poner coto a la procedente de Hispanoamérica (que trae en los labios el maldito idioma español). Resulta, en verdad, llamativo que Cataluña concentre el mayor volumen de población mahometana de todas las regiones españolas; resulta inquietante que una de cada tres mezquitas radicadas en territorio catalán prediquen la doctrina salafista; resulta, en fin, sobrecogedor que en Cataluña se sigan abriendo nuevas mezquitas, pese a las protestas vecinales sistemáticamente silenciadas por los medios de adoctrinamiento de masas.

Convendría saber si esta avalancha ha sido favorecida por los separatistas catalanes. Convendría saber si, en su afán por alcanzar sus aberrantes propósitos políticos, los separatistas han promovido la inmigración de musulmanes, que aprenden más fácilmente catalán y en segunda generación votan entusiásticamente en favor de propuestas independentistas (pues aceleran la extinción de España y la resurrección de Al Andalus). Convendría saber, en fin, el grado de responsabilidad que esta patulea ha tenido en la islamización de Cataluña. Tal vez sea muy difícil establecerlo con completa seguridad; pero de lo que no cabe ninguna duda es de que siempre han mirado con agrado todo lo que ahoga la españolidad en tierras catalanas.

Hace apenas un par de meses, un podemita converso al islam y colaborador de Ada Colau proclamaba con orgullo azufroso desde su vomitorio de Twitter que “la práctica religiosa musulmana en Cataluña es superior a la católica”. Y, en los próximos años, esta tendencia no hará sino agudizarse, pues la población musulmana seguirá creciendo (en volandas de unas elevadas tasas de natalidad y de la lenidad de unos gobernantes que dejan chiquito al conde don Julián). Ni siquiera serán necesarias masacres como la que el otro día se perpetraba en la Rambla de Barcelona. La modernidad se presentó, con su supermercado ideológico, como un sucedáneo religioso que podría sustituir fácilmente un sistema de civilización completo como el que proporcionó el cristianismo. Pero una civilización no se puede sostener sobre un pensamiento antiteológico, sobre paparruchescas invocaciones a la libertad e inanes minutines de silencio. El pensamiento antiteológico no crea una civilización, sino que actúa corrosivamente sobre la civilización preexistente, creando un vacío religioso que inevitablemente es ocupado por otra religión. Y entre todas las formas de pensamiento antiteológico ocupa un lugar preponderante el nacionalismo, que aúna en mezcla aberrante elementos propios del liberalismo y el colectivismo. El nacionalismo ha sido el sucedáneo idolátrico que ha reducido a escombros las auténticas tradiciones catalanas, vendiendo a sus adeptos un sueño de endiosamiento nacional. Pero sobre los escombros de la civilización derruida no se alzara la torre del endiosamiento humano, sino una teología satánica que se impondrá sin dificultad sobre una tierra sin fe, esperanza ni caridad. Sin virtudes teologales no se puede ser “tierra de acogida”, ni albergue de extranjeros. Sólo se puede ser tierra conquistada.

Artículo publicado en ABC el 19 de agosto de 2017.

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