Hay sucesos y nombres que permanecen en nuestra memoria sin importar la edad que tengamos como si hubiesen logrado superar la única batalla que nunca se gana, que es la batalla contra el tiempo.
Aún recuerdo nítidamente como conocí a D. Antonio (el don ni se quita ni se pone, se deja donde está). Yo era todavía un niño, de apenas 18 años que apenas comenzaba a aventurarme en esa compleja aventura que llamamos vida. Había escuchado de algún modo la voz de Dios o quién sabe si Dios la mía y había dado el paso para ingresar en el Seminario.
Uno de los requisitos formales que había que entregar, entonces como ahora, era la partida de bautismo. Y allí me fui yo a la Parroquia de San Juan de Ávila a por el certificado. Al entrar en la sacristía vi a D. Antonio situado al fondo, en su escritorio. Me preguntó si quería algo. Y al responder el motivo de mi visita y que iba a ingresar en el Seminario, los ojos parecieron iluminársele. Al mismo tiempo, creo que supo leer en mi mirada el miedo a lo desconocido y a un ámbito que yo desconocía completamente, pues no había tradición de curas, frailes o monjas en mi familia que me pudiese servir de guía. Debo decir que, desde ese primer instante, me sentí no solo acogido y protegido, sino también querido.
Ahí comenzó una relación que se prolongaría durante años, primero durante los estudios de filosofía, después en teología y finalmente ya como cura. D. Antonio fue verdaderamente mi maestro de vida.
Pero con el paso del tiempo, no fui yo solo, sino que D. Antonio fue el sostén de casi podemos decir que una generación entera de curas. Siempre ayudaba a los seminaristas y con ello nos dio un ejemplo y una lección de amor a la Iglesia difícilmente superable. Era desprendido, apenas guardaba nada para sí, todo era para su Iglesia o para sus seminaristas. Siempre defendía a sus compañeros curas, aunque alguna vez tuviera que pagar el precio con el vicario de turno.
Así era él. No le importaba acompañarnos al médico cuando estábamos enfermos o caminar con nosotros a las dos de la mañana por la playa cuando nos atenazaban las dudas o los problemas. Tenía la facultad de entender justamente lo que las personas necesitaban en cada momento, un don que muy pocos curas tienen y que yo, por supuesto, nunca he tenido.
Recuerdo que era cura en unas parroquias rurales de la cuenca minera asturiana el fatídico día que sonó el teléfono avisándome de su terrible accidente. Desde aquel instante ya nada fue igual ni para Antonio ni para mí. Ahora, años después, despido a mi manera al que fue mi maestro vital. Él y yo discrepábamos en muchos puntos de vista eclesiales, pero él siempre respetó mi opinión y yo la suya.
La última vez que fui a visitarlo apenas me conocía salvo por algunos momentos breves de lucidez, como si Dios quisiera hacer resurgir el pábilo vacilante. Fui acompañado, apenas dije nada, tan solo estreché su mano. Eso y una mirada sincera bastó para que el maestro entendiera todo lo que le quería decir el discípulo. Y quizás fuera la mejor forma porque dudo que el nudo de la garganta me dejara hacerlo correctamente. No quise llorar allí pero sí lo hice fuera.
Sea como fuere, D. Antonio ya encontró las manos de Dios, unas manos grandes y fuertes, pero que aprietan con amor, ternura y misericordia, como a él le gustaba decir en sus homilías. A buen seguro ya se ha encontrado también con San Juan de Ávila, a quien supo construirle una parroquia con su nombre y sobre cuyas reliquias tantas eucaristías celebró, incluyendo mi primera misa y la de otros muchos curas. Descansa en paz amigo, descansa en paz maestro.
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