(Rel.) Hay que decir que cuando se lee algo de su vida, se entiende por qué no es un santo popular. Si santidad es difícilmente aceptable, su estilo de vida parece de otros siglos, de otro mundo.
Luis nació en 1568, en Lombardía, en una familia prominente y muy influyente en la corte Felipe II. Desde niño vivió en ambientes militares, cuarteles, cuadras y sus juguetes fueron las armas. Y a esto quería destinarle su padre, hacerlo un buen soldado y que alcanzara honor y fama como soldado. Su primer encuentro con la pureza sucedió ahí: repetía las palabrotas y frases de los soldados, sin entenderlas del todo. Bastó que su tutor le reprendiera severamente, para que Luis se avergonzara, y tanto, que durante toda su vida lloró amargamente aquel “pecado horrible”. A los siete años ya comenzó una vida muy seria de piedad: Recitaba a diario el Oficio Parvo, y otras devociones, siempre de rodillas. A los nueve años, en Florencia, donde estudiaba con sus hermanos, hizo voto de virginidad ante una imagen de la Virgen María. A los trece años recibió la Primera Comunión de manos de San Carlos Borromeo (4 de noviembre). En medio de la corte, era una referencia constante al buen ejemplo, a la vida cristiana y la caridad. Y esto, por sus rigurosas disciplinas, como ayunar tres días a la semana, flagelarse con una correa de perros, rezar siempre de rodillas, no encender jamás el fuego, por frío que hubiera. De sus penitencias, por la que es más conocido haciéndolo un santo poco amable, fue jamás mirar a una mujer, ni su madre; solo a la Virgen María en sus imágenes.
Durante una dolorosa enfermedad renal, de la que sanó tarde y mal, se aficionó a leer libros de Vidas de Santos (como Santa Teresa o San Ignacio) y el famoso “Las cartas de Indias”, que narraban la vida misionera de los jesuitas. Y se despertó su vocación al sacerdocio, en la Compañía de Jesús y su primera acción fue dedicarse a enseñar el catecismo a los niños pobres. Trasladado con su hermano a Madrid, como pajes del Príncipe de Asturias, continuó su vida de piedad, mortificación y caridad. Allí, el 15 de agosto de 1583, en la iglesia de los jesuitas, oyó claramente una voz que le decía: “Luis, ingresa en la Compañía de Jesús”. Su madre apoyó enseguida su vocación, pero su padre… mandó le azotaran hasta que desistiera de su idea. Después de mucha batalla que no voy a contar aquí, intercesión de nobles, parientes, clérigos, etc., su padre dio el consentimiento y escribió al General Jesuita, Claudio Aqquaviva. “Os envío lo que más amo en el mundo, un hijo en el cual toda la familia tenía puestas sus esperanzas”.
En 1585, ingresó al noviciado, pero sus penitencias y ayunos le habían estropeado la salud para siempre. Su vida de penitencia se moderó al punto justo, según la época, así como sus horas de oración. En Roma ocupó como celda un hueco bajo una escalera, sin más ventana que una claraboya. Servía en la cocina, fregaba los suelos y era el último de todos. En ocasiones se le vio en éxtasis durante varias horas, con el rostro resplandeciente mientras meditaba en la misericordia y justicia de Dios, su tema favorito de oración.
En 1591 la peste asoló Roma y los jesuitas abrieron un hospital improvisado, donde los religiosos asistían a los enfermos. Luis tomó la tarea de limosnero y luego la de asistir y consolar a los moribundos, limpiando sus llagas, y preparándoles a bien morir. Contrajo la enfermedad luego de cargar sobre sus espaldas a un enfermo que había encontrado solo en la calle. Quedó a las puertas de la muerte, pero sanó, aunque no del todo y, tres meses más tarde, las fiebres le redujeron a la agonía. Cuando podía, se levantaba a besar el crucifijo. Su confesor fue San Roberto Bellarmino (17 de septiembre), que le alentaba a confiar en Dios y a que no pasaría el purgatorio. El 20 de junio de 1591, recibió la extremaunción, besó el crucifijo, y, a medianoche, dijo “Jesús” y falleció. Sus reliquias están en la bellísima iglesia de San Ignacio de Roma.
San Luis Gonzaga fue beatificado en 1605 y en 1726 fue canonizado por Benedicto XIII, que lo nombró protector de estudiantes y novicios jesuitas. Pío XI lo proclamó patrón de la juventud cristiana. En 1991, por las celebraciones por el IV centenario de la muerte de Luis, Juan Pablo II lo proclamó patrón de los enfermos de VIH, “la peste moderna”. ¿Y esto, por qué? Pues las palabras del papa fueron claras: “por su gran misericordia se dedicó a los enfermos de peste en Roma, en aquel tiempo. Fue así como se contagió y murió tan joven”. O sea, es su caridad, la asistencia a los enfermos, el motivo principal. Ahora, también está la figura de Luis, como santo amante de la pureza y la castidad, lo que también ha sido valorado a la hora de elegir el patronato. Conocido es que el VIH se trasmite, principalmente, por las relaciones sexuales, aunque existan otras vías. Y dentro de la vía sexual, son claros factores de riesgo la promiscuidad, la no protección, y el no tener pareja estable. Es ahí donde surge la figura de Luis, como ejemplo de joven casto y que lucha contra el mundo que le rodea. Es el mensaje de la Iglesia frente al contagio de la enfermedad: castidad, compromiso, verdadera educación sexual basada no tanto en la información, sino en la formación afectiva. Y, por supuesto que el patronato de San Luis, como los demás patronatos, está por encima de la forma de vida, o la causa de la enfermedad. Es protección, consuelo y ejemplo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario