Los cristianos en el sacramento del bautismo iniciamos un camino de comunión con Cristo y con todos los miembros del Pueblo de Dios. El recorrido de este camino debería conducirnos a la santidad de vida y a la perfección en el amor pues, injertados en la santidad de Dios por el bautismo, mediante la acción del Espíritu Santo, recibimos el encargo de favorecer el desarrollo de la semilla depositada por Él en nuestros corazones. Esto lleva consigo que los bautizados, además de acoger el testimonio creyente de nuestros padres y de los restantes miembros de la Iglesia, nos preocupemos también de nuestra formación cristiana.
Los seres humanos, creados a imagen y semejanza de Dios, estamos llamados a vivir en relación de amistad con Él. De forma consciente o inconsciente, buscamos siempre convivir con la realidad infinita de Dios y deseamos encontrar en Él la total felicidad. En ocasiones, nos equivocamos y damos valor absoluto a muchas realidades que no tienen ese valor ni son dignas de nuestra adoración. Esto sucede cuando en vez de prestar culto y adoración al Dios verdadero adoramos los ídolos del dinero, de los honores, del poder, de la fama y de los placeres de la carne, considerándolos bienes absolutos, con capacidad para hacernos felices y para asegurar nuestra vida.
Cuando ocurre esto, en vez de crecer humanamente y de entrar cada vez más en la hondura de nuestro ser, nos encerramos en nosotros mismos, nos hundimos en las propias limitaciones y exteriorizamos la amargura que nos corroe interiormente.
Jesús, sin forzar nunca nuestra libertad, nos recuerda la necesidad que tenemos de contar con Dios para encontrar el sentido y la verdadera orientación de nuestra existencia. Él vino al mundo para liberarnos de los ídolos y ayudarnos a crecer en la verdad de nuestro ser, recordándonos que sólo Dios es esa realidad infinita a la que queremos adherirnos en lo más profundo de nuestro corazón para existir en plenitud. Sólo en Él y de Él podemos recibir el perdón de los pecados y alcanzar la salvación.
Nuestro afán de ser y de vivir para siempre no puede venir del repliegue sobre nosotros mismos o sobre nuestros deseos. Tenemos necesidad de establecer relación con un ser superior que nos ayude a crecer como seres humanos y que nos permita vivir con Él más allá de nosotros mismos. La esperanza de vivir sin límites no podemos lograrla sin el Dios que ha querido acercarse a nosotros por medio de Jesucristo y que nos regala el don del Espíritu Santo para que crezcamos en la comunión con Él. Nuestros esfuerzos para conseguir la felicidad y para vivir sin límites son simples quimeras y alucinaciones.
La persona, si no alcanza la comunión con un ser verdaderamente infinito y eterno, capaz de colmar sus deseos de vivir para siempre, será un fracasado y un frustrado. Como nos recuerda el Concilio Vaticano II, “la semilla de eternidad que el hombre lleva en sí, por ser irreductible a la sola materia, se levanta contra la muerte” (Gaudium et Spes 18). Esto quiere decir que necesitamos establecer conexión con el ser infinito y verdadero que nos sostenga en la existencia y pueda colmar nuestras ansias de vida y felicidad.
Sólo Dios puede darnos la paz del corazón y clarificar nuestro mundo interior, el mundo de los deseos y de nuestras necesidades espirituales. Para que logremos esta clarificación interior, el Señor resucitado viene constantemente a nosotros por medio de su Palabra y de los Sacramentos regalándonos su vida, ofreciéndonos su salvación y levantándonos de la muerte. La respuesta a este don que Dios nos hace por medio de Jesús sólo es posible si cada uno da el paso necesario para encontrarse personalmente con Él.
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