Comienza el mes de mayo, tradicionalmente dedicado a María. Ha coincidido este comienzo con la peregrinación diocesana que hacemos a Lourdes, acompañando la Hospitalidad de enfermos que cada año se allega a ese lugar tan especial y esperanzador. Allí estuve acompañando a estos hermanos enfermos y voluntarios un año más.
Lourdes es uno de los lugares más visitados del mundo y su capacidad hotelera rebasa con mucho tantísimas ciudades de renombrada fama turística. Sin embargo, Lourdes no tiene lo que podríamos llamar un “gancho” mundano por representar la capital del juego de casino, de la diversión frívola, de las carreras deportivas o de los certámenes artísticos o cinematográficos. ¿Por qué entonces, esta pequeña ciudad de los Pirineos franceses tiene tanta demanda y es tan visitada? Hace más de un siglo y medio, en aquella aldea de montaña de gente sencilla, ocurrió un fenómeno que ha llenado de fama y devoción al pueblo cristiano. Una pequeña pastorcita, Bernardette Soubirous, fue visitada sin previo aviso por la Madre de Dios.
Lourdes representa una cita con ese perfil humano que nos hace verdaderamente iguales: cuando llama a nuestra puerta o a la de los seres más queridos, la visita del dolor en cualquiera de sus formas. Allí los trigos se igualan humanamente hablando, ofreciendo un escenario de abrazo sin igual en torno al límite de nuestra condición humana y al horizonte de esperanza que para todos se enciende.
No es Lourdes un lugar mágico, de prebendas automáticas que siempre funciona si ha sido buena la limosna o piadosa la oración. Muchos han sido curados en Lourdes, pero algunos han regresado con la enfermedad a cuestas en sus cuerpos. No obstante, si se ha vivido con fe el viaje, si se ha estado abierto a lo que allí se nos cuenta y se nos permite contemplar, si somos acogedores de tantos guiños que en ese lugar se nos regala, tal vez podamos regresar con la enfermedad del cuerpo, con el estigma del límite en nuestra entraña, pero con un milagro impagable: ver las cosas con los ojos de Dios, palpitarlas con los latidos de su Corazón, ofrecerlas con su generosidad en entrega, y aliviarlas con la esperanza cristiana.
Tantas veces pensamos que la felicidad consiste en estar blindados ante determinadas cosas que a nosotros no nos deberían pasar jamás. Pero la felicidad cristiana no coincide con la conquista de un privilegio que nos haga poderosos, ni con el disfrute de un goce sin amor, ni con la acumulación de bienes conseguidos torpemente. Todos tenemos experiencia propia y ajena del engaño que se esconde detrás de esos ídolos que generan no la felicidad sino el ansia que frecuentemente se paga con moneda de abuso, de injusticia y de vaciedad.
La felicidad de las Bienaventuranzas tiene que ver con la vida y con todo lo que en ésta se da: la sonrisa y el llanto, la abundancia y la carencia, el aplauso o la soledad. Es decir, la felicidad cristiana no consiste en tener y en conquistar, sino en aprender a mirar la realidad y saber convivirla con Dios y con los demás. Nuestro mundo y cada uno de nosotros es mendigo de esta felicidad. Sería una gracia grande la que se nos concedería a quienes peregrinamos a Lourdes y a quienes con María nos disponemos a vivir este mes dedicado a Ella. Así desgranamos las cuentas de nuestro rosario con sus misterios de dolor, de luz, de gozo y de gloria: los misterios de la vida. Son las flores de este mes, tomadas del jardín de nuestras vidas y que nos aprestamos a ofrecer con sencillez e inocencia como un filial homenaje a Santa María.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
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