El domingo pasado ha dado comienzo un año jubilar en la diócesis hermana de Santander, en el Monasterio de Santo Toribio de Liébana, donde se custodia el fragmento más grande del Lignum Crucis, la reliquia que, según la tradición, coincide con un trocito de la madera de la cruz en la que Jesús fue crucificado.
Cuando nos disponemos los cristianos a celebrar este tipo de eventos, no son la resulta de algo que nos saque de una modorra aletargadora y aburrida que necesita de algo que ponga curiosidad y encanto a la inercia cansina del caminar más cotidiano. Así como tampoco fijamos nuestra mirada en objetos que tengan sin más algún poder milagrero o taumatúrgico que termine con la nadería de que aquí nunca pasa nada.
Abrimos un año jubilar entrando por la puerta santa que al efecto se nos abre. En un mundo donde hay demasiadas puertas cerradas, hay una que de par en par nos acoge adentrándonos nuevamente en casa. No importa de qué intemperies venimos, ni cuáles fueron los motivos de nuestras fugas y andanzas, lo importante es que hemos vuelto, que hemos desandado la senda hacia la nada que nos destruye y que humildemente nos hemos atrevido tras tantas orfandades, a encontrarnos con la mirada que nos hace nuevamente hijos y nos salva.
Es inhóspito a veces el panorama de la vida, y ya sea en carne propia o en la carne de cuantos más queremos y nos acompañan, vemos que estamos faltos de las cosas que realmente valen la pena, las que ponen el aire en nuestro pecho y sangre de vida en nuestras venas, aquello que nos permite experimentar la confianza sin que nadie nos rechace, el amor que nunca traiciona ni se cansa, la fe que no es creencia en vagas quimeras y la esperanza que enciende en nosotros una alegría que no defrauda.
Cuando todo esto nos falta, entonces lo sepamos o no, somos mendigos de las cosas esenciales, pobres en la fila más necesaria, hambrientos y sedientos del pan y del agua que únicamente sacian, y faltos del vino que la belleza y la verdad nos escancian. Por este motivo, como no basta que nos lamentemos con lamentos que no acaban, como son inútiles y estériles las lágrimas por las lágrimas, tenemos necesidad de poner pausa en nuestra huida de pródigos a ninguna parte y con decisión dar la vuelta para ir volviendo a casa. Es aquí donde la puerta abierta, la que en un año jubilar se nos ofrece como puerta santa, nos brinda la posibilidad de una acogida que nos abraza, de un abrazo que nos redime, de una redención que nos levanta.
Como archidiócesis de Oviedo estuvimos presentes un nutrido grupo de peregrinos en el momento de la apertura de este año de gracia. Tenemos todo un año para acudir quienes no han acudido, para volver a hacerlo quienes estuvimos el domingo. La Cruz del Señor es el signo y sobre su leño pusimos nuestro beso piadoso y sincero, como quien sabe dar gracias por el don más inmerecido y gratuito con el que Dios en su Hijo ha querido bendecirnos. La Cruz de Jesús tiene la muerte desenclavada, como vacío está el sepulcro tras la pascua de alborada en la mañana que no termina. Pero esa Cruz es para nosotros la señal, la señal cristiana por antonomasia. Es la que besamos con devoción agradecida con un beso que no traiciona, sino que como nunca y para siempre con él dice su más sentido gracias.
En esos valles cercanos a nuestra tierra asturiana, se levanta el Monasterio de Liébana. Allí nos aguarda esta historia que vale la pena sentirla, vivirla y recibirla como un don en un año jubiloso de gracia que nos acerca el perdón, la misericordia y la esperanza.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
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