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jueves, 16 de marzo de 2017

Laicidad no es laicismo. Por el Cardenal Antonio Cañizares


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Menudea mucho últimamente, en el discurso político y social, la apelación al apelativo «laico» para referirse a algunas realidades. Con mucha frecuencia se habla de una sociedad laica, de un Estado laico, de la escuela laica. Se hacen grandes y solemnes proclamas y juicios en este sentido. Se constituyen plataformas con este adjetivo referidas a entidades sociales. Muchos son muy celosos en la defensa de este calificativo. Bien entendido este calificativo y justamente aplicado, no soy yo menos celoso de él que lo puedan ser sus defensores a ultranza, ni lo es menos tampoco la Iglesia, que en la entraña de su fe está el reconocimiento de la autonomía del mundo: «Al principio creó Dios el cielo y la tierra». «Dad a Dios lo que es Dios, y al César lo que es del César». «Mi Reino no es de este mundo».

Pero la verdad es que me preocupa el sentido que se da a este adjetivo: en buena parte de los casos con una fuerte carga ideológica, y con no poca confusión. Creo que se está generando una gran confusión que es preciso disipar, porque con ella se está caminando por un terreno resbaladizo en el que, con intención o sin ella, se está poniendo en tela de juicio nada menos que uno de los derechos fundamentales: el de la libertad religiosa, que está en la base de una sociedad democrática, porque no es un derecho más entre los derechos, sino el más fundamental, piedra angular en el edificio de los derechos humanos. Se refiere a lo más íntimo del hombre, su conciencia.

Viene bien recordar a propósito del tema que nos ocupa las palabras del Papa San Juan Pablo II al cuerpo diplomático. Las reproduzco en toda su extensión porque son ciertamente muy clarificadoras: «En los últimos tiempos, somos testigos, en ciertos países de Europa, de una actitud que podría poner en peligro el respeto efectivo de la libertad de religión. Si bien todo el mundo está de acuerdo en respetar el sentimiento religioso de los individuos, no se puede decir lo mismo del hecho religioso, es decir, la dimensión social de las religiones, al olvidar los compromisos asumidos en el marco de lo que entonces se llamaba Conferencia sobre la Cooperación y Seguridad en Europa. Con frecuencia se invoca el principio de laicidad, en sí mismo legítimo, si es comprendido como la distinción entre la comunidad política y las religiones. Pero ¡distinción no quiere decir ignorancia! ¡La laicidad no es laicismo! No es otra cosa que el respeto de todas las creencias por parte del Estado, que asegura el libre ejercicio de las actividades de culto, espirituales, culturales y caritativas y sociales de las comunidades de los creyentes. En una sociedad pluralista, la laicidad es un lugar de comunicación entre las diferentes tradiciones espirituales y la nación. Las relaciones Iglesia-Estado pueden y deben dar lugar al diálogo respetuoso, que transmita experiencias y valores fecundos para el porvenir de una nación. Un sano diálogo entre el Estado y las Iglesias, que no son rivales, sino socios puede sin duda favorecer el desarrollo integral de la persona y de la sociedad».

La dificultad de aceptar el hecho religioso en el espacio público se manifestó, por ejemplo, de modo muy emblemático con ocasión del debate sobre las raíces cristianas de Europa, de hace unos años, o en el olvido de estas raíces al considerar el papel de la Iglesia en España. Entre nosotros se está viendo esta dificultad en el debate continuo respecto a la enseñanza de la religión en la escuela estatal, o a la escuela de iniciativa social católica, o en el modo de juzgar actuaciones de los obispos por parte de personas públicas o de grupos, por ejemplo, cuando los obispos se pronuncian sobre materias morales o que tienen que ver con la presencia de los cristianos en la sociedad y con las realidades temporales, pero que tienen una connotación moral. Es legítimo, ciertamente, juzgar si se hace con verdad y justicia; pero es abusivo, cuando menos, pretender que la Iglesia o los que la integran callen sus creencias o sus enfoques morales propios ante realidades humanas o sociales que piden iluminación y orientación en fidelidad a lo que ella es, o descalificar –sin argumentar incluso– tales creencias y criterios morales sencillamente porque molestan o no se está de acuerdo con ellas, o no son «modernas».

Llama la atención la batería de ataques y descalificaciones últimas en este orden de cosas. Estado laico, sociedad laica, quiere decir Estado, sociedad, aconfesional, que garantiza el derecho a la libertad religiosa a personas e instituciones, precisamente para que quepan las distintas confesiones, religiosas o agnósticas, ateas..., pero no para que se establezca o imponga una nueva confesionalidad, un pensamiento único: el laicista.

La Iglesia católica, en concreto, en sus relaciones con los poderes públicos, o con la sociedad, no pide volver a formas de Estado confesional. Sólo pide respeto a la libertad religiosa y demanda la aconfesionalidad del Estado con todas sus consecuencias y exigencias, sin ningún otro confesionalismo ideológico, y por eso, al mismo tiempo, deplora todo tipo de laicismo ideológico o separación hostil y excluyente entre las instituciones civiles y las confesiones religiosas. Este es uno de los puntos nucleares que están en juego en la definición y construcción de la nueva Europa, también de España. Es bueno volver a la Constitución Española, y tenerla muy presente: lo que en ella se afirma y se reconoce es un Estado aconfesional que respeta y promueve el derecho inalienable a la libertad religiosa, pero no un Estado confesionalmente laico, que cercena dicho derecho, cuando lo religioso lo reduce al templo, al culto o las sacristías, es decir a la esfera de lo privado y de lo íntimo. El laicismo de Estado cercenando este derecho debilitaría la democracia y la convertiría incluso, más tarde o más temprano, en una tiranía.

Artículo publicado en La Razón el 14 de marzo de 2017.

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