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miércoles, 25 de enero de 2017

2.000 años de historia sacra



El Museo de la Iglesia alberga cerca de 390 piezas de incalculable valor histórico y religioso | Las ocho salas que lo componen ocupan el espacio del antiguo depósito de la granería de la Catedral, activo hasta el año 1835

(El Comercio) En la época en la que los señores cobraban feudos a sus vasallos, la Catedral albergaba en sus entrañas, camino hacia la torre Gótica, el depósito de la granería. Era el lugar donde se depositaba el grano recolectado por los diezmos que cobraba el cabildo. Los mismos granos que utilizaban para hacer el pan que luego se repartía en la Puerta de la Limosna, la que da a la Corrada del Obispo. Estuvo operativo hasta el año 1835.

Un siglo y medio después, el antiguo depósito de grano de la Catedral se convirtió en el Museo de la Iglesia. Se inauguró el 25 de julio de 1990. «Se le otorgó este nombre y no museo Catedralicio ni Diocesano porque iba a combinar elementos propios de la Catedral pero también de las parroquias del concejo. Para unir y abarcar a ambos se le nombró Museo de la Iglesia», explica Agustín Hevia, impulsor del equipamiento y actual canónigo archivero y director del Archivo Histórico y Diocesano.

El museo en sí es una lección de arte religioso. Alberga trescientas ochenta y seis piezas: 175 son parte de la Catedral, 150 de parroquias asturianas y 61 elementos son fruto de diversas donaciones particulares.

La más antigua data del siglo VI y la más moderna de la década de los ochenta, en pleno siglo XX y, entre tanta amplitud cronológica, unas cuantas curiosidades que solo los museos son capaces de ofrecer y este, el de la Iglesia, tiene 2017 años de historia que contar.

Para empezar, nada como el principio. Franquear las puertas del Museo de la Iglesia es dar de bruces con un tenebrario del siglo XVIII. Un candelabro de quince brazos de madera tallada y policromada. «Es de una hechura extraordinaria. Se le encargó a uno de los grandes escultores de la Catedral, Bernardo de la Meana», explica Agustín Hevia. Impresiona su tamaño, solo superado por un facistol de madera de nogal. Esta pieza, de nombre extraño para los profanos, servía para colocar en él los textos litúrgicos de carácter musical. Si la pieza es inmensa en tamaño tiene un motivo: los textos también lo eran.

Entre tanta ostentación de dimensiones llama la atención un pequeño detalle. Unas tejas enclavadas a la pared. A simple vista no tendrían que llamar la atención más allá de preguntar qué hacen ahí. La respuesta la da su historia. Se trata de las tejas que conformaron la techumbre original del monasterio de San Pedro de Villanueva de Cangas de Onís. «Antes de cocerlas, el tejero grabó la fecha en ellas», explica Hevia. En ellas se puede leer: «La era 1261 el Abad Rodrigo concluyó la construcción de la iglesia de San Pedro».

El Museo de la Iglesia se divide en ocho salas. «Aquí predomina lo pedagógico y catequético», matiza su impulsor. Cada una de ellas cuenta con una pieza especial, curiosa, peculiar. Por ejemplo, si quieren saber cómo era realmente el rostro de Alfonso XI el Museo de la Iglesia es el lugar adecuado para redescubrir su efigie. Lo es porque sus paredes albergan una escultura del monarca. «Es el verdadero retrato, refiere su rostro de verdad. Es una de las mejores esculturas que tenemos», presume Agustín Hevia ante el rostro hierático del rey que donó 25.000 maravedíes a la Catedral cuando, en una visita, descubrió que las obras estaban paradas. «El museo tiene un papel importante en el estudio de la historia del arte y para encontrarse sorpresas». Grandes y pequeñas.

Una miniatura única

El arte religioso es un compendio de historia, estética, espiritualidad y subjetividad. Lo justo de cada uno de ellos como para otorgar a cada pieza un significado especial. Para el impulsor de este museo, la suya es una cruz Bizantina del siglo XVI. «La dejó un peregrino como exvoto en la Catedral y hay muy pocas en Occidente», explica Hevia. «Son cruces que los orientales llaman bautismales». La que se expone en el Museo de la Iglesia proviene del Monte Atos, en Grecia.

Siguiendo el recorrido, a través de las ocho salas, llama la atención un imponente arcón de madera que comparte lugar con una imagen de la Virgen que corona la sala. El arcón llegó de Filipinas de mano de un fraile de la orden de los Predicadores que lo cedió a un familiar que residía en Siero y luego éste lo donó a la Catedral.

Un recorrido por un museo en el que los visitantes se pueden entretener buscando la cara del mismísimo Cid Campeador o disfrutar de la belleza de piezas únicas como un díptico bizantino del siglo VI. Es la más antigua y también «la más hermosa».

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