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jueves, 15 de diciembre de 2016

Carta semanal del Sr. Arzobispo

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Los vientos del adviento


Vamos enfilando sin cesar este último mes del año. En estos días tan de diciembre, miro desde la ventana para descubrir las dos cimas emblemáticas que nos presiden en Oviedo: Monte Naranco y la Sierra del Aramo. Tímidamente se visten de blanco día sí y día no, especialmente las crestas de la Sierra del Aramo, con la nieve que puede caer o la escarcha profusa que con frecuencia les amanece. Siempre me llenó de alegría la nieve, ya desde chico, cuando con mi madre –niña entre nosotros– y mis hermanos, íbamos al madrileño parque del Retiro, frente a nuestra casa, para jugar retozones a mil fantasías en una alfombra de copos inocentes. Tiene encanto este escenario, que nos presta el mejor ambiente para poner en escena, precisamente, lo que en estos días se avecina y queremos celebrar.

Se pone de relieve ante la muy cercana Navidad, que Alguien ha escrito en nuestros corazones una palabra mágica, todo un programa de vida, un modo distinto de mirar: me estoy refiriendo a la palabra “espera”. Nuestro corazón tiene ese sueño imborrable, esa creativa tensión, ese querer asomarnos a una ventana bondadosa con la certeza secreta de que algo o alguien sabemos que pasará.

Hemos nacido para esperar, y así lo reclaman todas nuestras fibras de la inteligencia o del corazón. Quizá no acertemos a esperar en el camino justo, ni tampoco sepamos ponerle nombre a nuestro aguardar, pero todos, absolutamente todos, porque soñamos anhelos de bien y de paz, si estamos vivos, sabemos esperar. De lo contrario, quien no espera ya nada, es porque ha renunciado a vivir. Es tal vez lo que más me ha impresionado en algunas personas con las que me he encontrado a lo largo de mi vida: haber dejado de esperar, haber renunciado a soñar, o bien porque viven resentidos siendo rehenes de sus frustraciones pasadas o bien porque viven asustados ante fantasmas por llegar. Pero no hacen de la espera una forma de vida, sino que hacen de sus rencores o temores la trinchera inhóspita de su guerra particular.

Por eso, cuando me encuentro con personas que aún en medio de dificultades de todo tipo siguen reconociendo la espera de que algo y Alguien está por llegar, son las personas que, tengan la edad que tengan, sea cual sea su situación, pueden entender este tiempo litúrgico que nos prepara intensamente al Esperado que recibimos el día de Navidad.

¿Qué nombre tiene nuestra espera? Si fuera la lotería o el cuponazo, si fuera la victoria de nuestro equipo o el triunfo de nuestros representantes públicos, serían esperas alicortas, para viajes de cercanías cargados de fugacidad. Y aunque esas esperas son legítimas y deseables, no agotan ni por asomo lo que nuestra entraña espera como cumplimiento de felicidad. Por este motivo, nos podemos preguntar ahora, a diez días de la Natividad del Señor, qué nombre tiene nuestra espera, cuál es su rostro. Dejarnos acariciar por los vientos del Adviento que pone al sol nuestras esperas, y murmurar una breve oración sencilla a la Virgen de la esperanza, para que nos ayude a allanar altiveces, a enderezar entuertos, preparando el sendero de quien llega. Frecuentar el camino por donde viene el Señor, es disponerse a acoger a Quien cumple en nosotros la felicidad para la que nacimos. Este es el viento del Adviento que enciende nuestra espera de que siempre, siempre, lo mejor está por llegar. Será el cumplimiento que no engaña ni mercadea con nuestro corazón, cuando podamos celebrar el encuentro con un Dios encontradizo que nosotros no supimos ni pudimos dejar de esperar.

+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo

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