Por primera vez en Asturias,
va a tener lugar una beatificación. Serán mártires cuyos familiares y amigos
todavía viven, dado que los sucesos ocurrieron hace ochenta años en la
localidad de Nembra en el hermoso valle del alto Aller. Celebramos el
testimonio cristiano que dieron los que tuvieron que expresar su fe pagando el
alto precio de su propia vida. No estamos ante un tipo de víctimas que sucumben
sin más por el odio ante la raza o la cultura, la clase social o la afiliación
política. Estamos hablando de personas que entregan la vida pudiéndose quedar
con ella, en un gesto de suprema libertad con un santo heroísmo que sólo es
posible por el auxilio de la gracia de Dios.
La historia cristiana de
España relata una historia paradójica también en la carne de sus mártires: la
bienaventuranza de la vida que sobrevivió para siempre jamás a la muerte
maldita en aquellos mártires cristianos (matados por el odio a la fe) que entre
los años 1934 a 1939 fueron víctimas de una terrible confusión, una persecución
enloquecida, una represión que en nombre de la libertad se trocó en
liberticida. Cuando la Iglesia los beatifica no relata el escarnio de mofa y
befa que sufrieron antes de morir, ni se quiere reconstruir aquel terrible
escenario, ni siquiera se pronuncia el nombre de los verdugos, sus enseñas y
sus siglas.
Nuestro recuerdo no nace del
resentimiento ni pretende reescribir la historia con injusto ajuste de cuentas.
No esgrime la provocación sino que busca el reconocimiento de la gratitud y la
reconciliación que en estos mártires aprendemos. En el paredón del odio de
ellos no salió queja alguna, murieron amando a Dios testimoniando su belleza, y
como hizo el Maestro, mirando a quienes no sabían lo que hacían, imploraban a
Dios para ellos el perdón y la clemencia. Su ridículo presunto delito en la
mente de sus asesinos fue la fe que los mártires abrazaron, su vocación vivida,
el testimonio cristiano en todas las vías. No se les encontró en sus hábitos y
ropas un carné de partido porque nunca militaron en política, ni armas
defensivas quienes eran instrumentos de paz rendida, ni odio en su mirada
quienes se asomaban a la vida desde los ojos del Señor, ni siquiera una
resistencia legítima que hubiera podido resolver la tragedia con una
comprensible huida.
Así fue en Nembra. Un párroco
bueno y entregado a su pueblo. Dos mineros padres de familia. Un estudiante de
magisterio. Sencillamente habían encontrado a Dios en sus vidas, escucharon el
susurro de su llamada y dijeron un sí grande a lo que en la Iglesia el Señor
les proponía. Este es el tono de nuestra memoria hecha recuerdo y hecha
oración, conmovidos por tan supremo testimonio de quienes creyeron con fe hasta
el extremo, que se torna en testimonio no sólo de fe, sino también de amor al
morir perdonando a quienes les arrancaban absurdamente la vida. Se podrán
escribir panfletos, rodar películas, vociferar en tertulias y dictar leyes que
reabren las heridas, pero todo eso caduca con el implacable paso de los días
cuando lo que se dice, se escribe o se filma no hace las cuentas con la verdad.
Y al final sólo quedan los nombres laureados con la corona de la santidad y la
palma del martirio de estos hermanos nuestros. Con dulzura, sin acritud, sin
revancha, ellos han escrito con su sangre la página impresionante de una
humanidad nueva y redimida por aquel primer mártir cristiano que dio su vida en
la cruz.
Nuestra Diócesis saluda y
venera en estos mártires de Nembra, el regalo que nos despierta la fe y nos
emplaza a testimoniarla en la trama de cada día.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
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