Ha terminado la escala de nuestra peregrinación siguiendo los pasos de San Pablo, y ahora recomienza la otra andadura humana y cristiana en los paisajes habituales y con la gente que nos acompaña en la vida. No obstante no ha terminado este viaje como acaba un viaje de placer o de simple descanso. Así nos sucede cuando peregrinamos a Tierra Santa, a Roma y Asís, y tantos otros lugares cristianos: que uno no vuelve igual que cuando partió. Dios viaja con nosotros como lo hace en cualquiera de los vericuetos por donde a diario andamos. Él aprovecha para recordarnos palabras que ya nos dijo y que hemos olvidado, o actitudes que prometimos vivir un día y que las descuidamos o incluso traicionamos. Una peregrinación es siempre un pretexto que Dios mismo asume para decirnos o recordarnos algo.
Ponerse en camino siguiendo los pasos del apóstol San Pablo o San Juan, como ha sido en nuestro caso, significa contemplar los lances de sus biografías cristianas, los escenarios en los que se movieron y escuchar los mensajes que en sus escritos nos dejaron. De Pablo me queda no sólo el recuerdo del camino de Damasco donde fue encontrado por Jesús, adonde no pudimos ir a causa de la guerra actual. Pero sí la referencia de cómo perseguir a los cristianos es hacerlo al mismo Cristo, y haya sido cual haya sido la vida anterior, puede ser cambiada si se da un encuentro significativo con Alguien que te la transforma haciéndola nueva.
Pablo, con su temperamento apasionado, nació en lo que ahora es Turquía (Tarso) y fue iniciado en la sabiduría del pueblo de Israel nada menos que por el maestro Gamaliel, dando pruebas fehacientes de todo ese cúmulo de cosas que providencialmente serían reconducidas para que anunciara a Jesús con quien inesperada e inmerecidamente se encontró. “Sé de quién me he fiado, todo lo puedo en Aquel que me sostiene, lo considero todo pérdida con tal de ganar a Cristo, me llamó fiándose de mí y haciéndome capaz…”, son algunas de las palabras de Pablo que en estos días hemos recordado en tantos de los lugares propios. Corinto, Tesalónica, Éfeso y Atenas, fueron lugares de una gran mezcolanza de culturas, con tanta pluralidad de formas de vivir y de creer. Allí apareció este apóstol para anunciar a Jesucristo. No era uno más entre tantos que venía a ofrecer algo, porque su “algo” suponía la gran novedad, tanto, que era Alguien la sorpresa y el anuncio de la más hermosa Buena Nueva.
También pudimos tener dos acercamientos al apóstol San Juan en estos mismos lares paulinos. Este evangelista que se autodenomina el “discípulo amado”, al pie de la Cruz de Jesús recibió a María como madre suya llevándola a Éfeso. En la Cruz tenemos la llave que nos abrió la Pascua que nos haría hijos de Dios, pero también en la persona de Juan recibimos allí mismo a María como madre nuestra. Luego recaló en la isla de Patmos para vivir allí sus últimos días con la comunidad que surgió en torno a él. Juan escribió ya anciano su Evangelio. No olvidará que todo comenzó muchos años atrás en aquel primer encuentro en un día inolvidable a las cuatro de la tarde. Entonces preguntaron a Jesús: ¿dónde vives, Maestro?, y Él les contestó: venid y lo veréis. Fueron y permanecieron con Él. Toda la vida fue un apasionante aprendizaje no sólo de aquella permanencia, sino sobre todo de la pertenencia afectiva a aquél Corazón.
La historia y el mensaje de Pablo y de Juan, no son vivencias hermosas pero ajenas. Hemos de hacerlas nuestras para vivirlas en la trama cotidiana en donde se decide nuestra vida.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
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