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jueves, 14 de abril de 2016

Carta semanal del Sr. Arzobispo


En este tiempo de florecer, como vemos que por doquier aparece con el tiempo propicio de la primavera, la comunidad cristiana celebra en el cuarto domingo de Pascua, llamado también domingo del Buen Pastor, la jornada mundial de oración por las vocaciones de especial consagración. Todos somos llamados, es decir, todos tenemos nuestra vocación personal. Pensando en cada uno Dios nos creó y ha querido asignarnos una misión, esa que constituye nuestro particular secreto y nuestra única e inédita aportación a la Iglesia y a la sociedad en el tiempo y espacio que ocupa nuestra biografía. El Papa Francisco ha dedicado un bello mensaje para esta jornada que vamos a celebrar en este cuarto domingo de pascua. Y comienza expresando un deseo: «que a lo largo del Jubileo Extraordinario de la Misericordia, todos los bautizados pudieran experimentar el gozo de pertenecer a la Iglesia. Ojalá puedan redescubrir que la vocación cristiana, así como las vocaciones particulares, nacen en el seno del Pueblo de Dios y son dones de la divina misericordia». Efectivamente, la Iglesia es el lugar en donde la vocación nace, crece y es sostenida. Sin la Iglesia pueden darse iniciativas loables y que desde sus claves e intereses hagan el bien y procuren la paz en medio de nuestro mundo tan herido, tan amenazado, tan sin terminar. Pero la aportación cristiana obedece no sólo a esa sana y deseable actitud altruista y humanitarista que bienvenida siempre sea venga de donde venga, sino de lo que Dios ha querido poner en nuestros labios para anunciarlo, y lo que ha puesto en nuestras manos para entregarlo. Esta es la vocación cristiana propiamente hablando: buscar, hallar y abrazar, lo que Dios ha pensado para mí, para decírmelo a mí y para decirlo conmigo, para dármelo a mí y para repartirlo conmigo. Pero no es un camino privado de cada uno, aunque sea totalmente personal. Por eso, como dice el Papa Francisco, «la llamada de Dios se realiza por medio de la mediación comunitaria. Dios nos llama a pertenecer a la Iglesia y, después de madurar en su seno, nos concede una vocación específica. El camino vocacional se hace al lado de otros hermanos y hermanas que el Señor nos regala: es una con-vocación. El dinamismo eclesial de la vocación es un antídoto contra el veneno de la indiferencia y el individualismo. Establece esa comunión en la cual la indiferencia ha sido vencida por el amor, porque nos exige salir de nosotros mismos, poniendo nuestra vida al servicio del designio de Dios y asumiendo la situación histórica de su pueblo santo». La Iglesia es el seno en donde toda vocación germina, se desarrolla y en donde es asegurada en su fidelidad. Es la Iglesia en su carácter de universalidad: «nadie es llamado exclusivamente para una región, ni para un grupo o movimiento eclesial, sino al servicio de la Iglesia y del mundo. Un signo claro de la autenticidad de un carisma es su eclesialidad, su capacidad para integrarse armónicamente en la vida del santo Pueblo fiel de Dios para el bien de todos». Y es bueno que los jóvenes puedan hacer experiencia de diversos caminos a los que el Señor ha llamado en su Iglesia: conocer y aprender de buenos catequistas, ir a los lugares de misión con los misioneros, adentrarse en un monasterio contemplativo compartiendo la vida de clausura, profundizar en el camino de los sacerdotes diocesanos. Es muy importante saber que la vocación no termina con el primer paso, como sucede en toda historia de amor. Hay que cuidar y nutrir cada vocación para que en comunión con la Iglesia se siga afianzando sólidamente el sí que se dio a quien nos llamó.

+ Fr. Jesús Sanz Montes, 
ofm Arzobispo de Oviedo

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