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martes, 8 de marzo de 2016
Soy mujer cristiana consagrada. Por Madre Olga Mª del Redentor CSCJ
En este día de la mujer quiero expresar un poco mi sentir de mujer cristiana y de mujer cristiana consagrada. A mí no me ha pasado, al menos no tengo la impresión de haberlo experimientado con crudeza, pero sé que hay personas que, por el hecho
de ser mujeres, que se han visto discriminadas o infravaloradas y muy maltratadas y, de alguna manera, para igualarse, han querido renunciar a ser lo que de verdad somos, a ser aquello que Dios nos ha hecho. Hay mujeres que han caído en la tentación terrible de tapar y ocultar todo aquello que nos recuerde lo que somos ante todo y por encima de todo: mujeres y mujeres redimidas y salvadas y amadas tal cual Dios nos ha creado, con toda nuestra peculiar psicología y sensibilidad y delicadeza de sentimientos. Ese es un error que hay que intentar erradicar.
Tenemos que ser, por encima de todo, mujeres y no intentar tomar actitudes propias de hombres en cuanto a la fuerza, a la dureza. ¡No! ¡Eso no es de Dios! Dios no nos ha hecho así, nos ha hecho como nos ha hecho y todo Él ha hecho bueno y para el bien. Ha habido mujeres que, para afirmar su dignidad, han creído necesario asumir actitudes que no son propias de una mujer, que son más bien masculinas y eso es un error.
Tenemos que sentirnos agradecidas a las piadosas mujeres del Evangelio, porque ellas nos han enseñado esto, ¿no? Ellas no intentaron dejar de ser lo que ellas eran sino que siguieron a Jesús siendo como eran: desde su fragilidad, desde su debilidad y estuvieron con Él hasta el final.
A mí me conmueve pensar que, durante el camino al Calvario, los sollozos de de esas mujeres fueron los únicos sonidos amistosos, benevolentes que Jesús escuchó. Porque podemos imaginar una multitud furiosa que vociferaba contra Él, que mostraba su odio, su rabia… y, en medio de esa multitud, había algo que casi no se escuchaba pero que yo estoy segura de que Jesús sí que escuchó, que eran los sollozos de estas mujeres. Ellas no se avergüenzan de llorar, porque es poco viril llorar… pues no lo sé. Es femenino llorar y ellas lloran y demuestran su amor y su dolor llorando, no tienen ningún inconveniente.
La Liturgia Bizantina que, en algunas cosas es sorprendentemente hermosa, tiene algo que no tiene en nuestra liturgia, que es que han honrado a las piadosas mujeres dedicándoles un domingo del año litúrgico, el segundo después de la Pascua, que toma nombre de“Domingo de las Miróforas”, esto significa las portaderas de los aromas, las portadoras de los perfumes.
Y Jesús se alegra de que en la Iglesia se honre a las mujeres que lo amaron y que creyeron en Él durante su vida. Y sobre una de ellas, una mujer que vertió en su cabeza el frasco de ungüento perfumado, María en Betania, hizo el elogio quizá más bonito que ha salido de la boca de Jesús: “dondequiera que se proclame este Evangelio, en el mundo entero se hablará también de lo que ésta ha hecho conmigo”. Ese acto de amor delicadísimo de María en Betania es también Evangelio y es una llamada a todas las mujeres de todos los tiempos a hacer justamente eso con Jesús.
En la Biblia, además, se encuentran de un extremo a otro varios mandatos de “¡ve!” o de “¡id!”, son envíos por parte de Dios. Esa es la palabra que el Señor dirige a Abrahán, dirige a Moisés y a los profetas; dirige a los apóstoles: “Id por todo el mundo y predicad el Evangelio a toda criatura.” Todos esos “id” o “ve” son dirigidos a diferentes varones, son invitaciones dirigidas a hombres. Pero existe un “id” dirigido a las mujeres, el de la mañana de Pascua, dirigido a las miróforas. Entonces les dijo Jesús: “Id y avisad a mis hermanos que vayan a Galilea. Allí me verán.” Con estas palabras, ellas quedaban constituídas como los primeros testigos de la Resurrección.
Y ese “id a Galilea, id a decir a mis hermanos que vayan a Galilea”es para mí muy significativo porque es mi misión como Carmelita Samaritana: el ser mirófora, el ser portadora de aromas y portadora del perfume del Evangelio y de la contemplación. Estoy llamada a invitat a todos a acudir a Galilea, a acudir al hogar íntimo de Jesús, a la intimidad con Él, a la contemplación de Él, al recogimiento con Él, a estar con Él… “Id y decid a mis hermanos que vayan a Galilea, que vuelvan al amor primero, que vuelvan al origen de su llamada, al encuentro Conmigo allí, porque solamente en Galilea me verán”. Para ver a Jesús Resucitado hay que ir a Galilea.
Es el encargo expreso que Jesús da a las mujeres: “Decid a mis hermanos que vayan a Galilea, allí me verán. Allí me verán Resucitado”. Para encontrarse con el Resucitado hay que volver a la intimidad, al recogimiento, a ese estar con Él, a ese compartir con Él, pues la vida de hogar, ese estar con Jesús en la intimidad, que sea tan íntimo, tan nuestro, que sea imposible no encontrarle, está tan cerca, es tan propio, que te das de bruces con Él continuamente. Para eso hay que volverá Galilea. Tenemos que anunciar a los apóstoles que regresen a Galilea, que vuelvan a los inicios, al amor primero, a la Buena Noticia, al Evangelio, a la sencillez. Solo allí, solo entonces podremos verle vivo y resucitado.
Para mí, mujer consagrada a Jesucristo, servirle es suficiente, es mi premio ir con Él. Nosotras no necesitamos que nos llame a voces: estamos tan enamoradas de Él que nos sale correr tras Él, ir con Él, vivir con Él, no concebimos la vida de otra manera, ni la queremos para otra cosa; y quebrar, romper nuestra vida, nuestro frasco, nuestro perfume. Esa es nuestra vocación, ya lo hemos dicho muchas veces.
Esta tarde, en nombre de todas mis hermanas, lo puedo repetir una vez más: “te queremos y no queremos otra cosa sino estar Contigo, ir Contigo a Galilea o adonde nos lleves, adonde nos quieras llevar”; y rompernos ahí y derramarnos para que el aroma de nuestro amor, de nuestra entrega inunde, invada esta Gran Casa, este Gran Hogar de todos, que es la Iglesia, y el mundo.
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