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martes, 2 de febrero de 2016
Cuando la “pretensión” es tomada como “presunción”. Por Guillermo Juan Morado
Una expresión técnica que se usa en cristología es “la pretensión de Jesús”. Con esta expresión, no se busca significar que Jesucristo sostuviese una aspiración ambiciosa o desmedida a ser reconocido como lo que no era, sino todo lo contrario: con su pretensión, Jesús daba muestras de lo que era en realidad.
El Señor, con su conducta, con su predicación, con su llamada al seguimiento, con la manifestación de su relación única con el Padre… nos está diciendo quién es Él realmente: El Hijo de Dios hecho hombre para salvar a los hombres.
El Evangelio proclamado en este IV Domingo del Tiempo Ordinario (Lc 4,21-30) deja constancia de una confusión, de un equívoco grave: Quienes lo escuchan en la sinagoga de Nazaret confunden su “pretensión” – los indicios que apuntan a su entidad – con la “presunción”, con una especie de exhibición de orgullo (cf Benedicto XVI, “La infancia de Jesús”).
Es curioso que quienes tenían los ojos clavados en Él y se admiraban de las palabras de gracia que salían de su boca, fuesen los mismos que se escandalizaron de que fuese “el hijo de José”. Es decir, a Jesús se le acepta, en un primer momento, pero, enseguida, se le rechaza. A fin de cuentas, ¿de qué podía presumir el hijo de un carpintero?
Los mismos que lo aclamaban, en menos de nada, se vuelven en contra de Él, furiosos; lo echan del pueblo y desean despeñarlo desde un precipicio. Así de voluble es el aplauso del mundo, incluso el aplauso de los “buenos” – se supone que a la sinagoga de Nazaret iban piadosos judíos - .
Jesús, frente a este rechazo, no retrocede: “se abrió paso entre ellos y seguía su camino”. El Verbo encarnado nos supera desde arriba, desde la perspectiva de Dios. No entra en nuestros pequeños cálculos de conveniencia; no busca la aprobación a toda costa o los titulares elogiosos de la prensa. Él viene a lo que viene: a ser testigo de la verdad.
Jesús, en el fondo, nos obliga a escoger, a decidirnos, a comprometernos. Si queremos seguirle, hemos de renunciar a la presunción de quedar siempre bien, de ser siempre el foco de atención. Y nos pide, asimismo, que no renunciemos a la pretensión, humilde, de ser testimonios de la verdad.
Todos, con el tiempo, podemos cambiar; podemos modificar nuestras convicciones. Pero estos cambios solo resultarán creíbles si persiguen la fidelidad a la verdad. Si solo son el resultado de la ola del momento, no podremos convencer a nadie, ni siquiera a nosotros mismos.
Jesús no es una veleta, inconstante y mudable. Él es fiel a sí mismo. Él es la Verdad en Persona y, por ello, el Camino y la Vida.
Los cristianos estamos llamados a buscar la verdad, a convertirnos, a enmendarnos. A avanzar en el conocimiento de Cristo. Pero no, según soplen los vientos de la conveniencia, a decir hoy una cosa y mañana otra distinta o, incluso contradictoria. No podemos alabar hoy algo y, mañana, según cambien las tornas, condenarlo, o viceversa. Sin más motivo o razón que las ganas de ser bien vistos por este mundo.
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