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viernes, 2 de octubre de 2015

El sacerdote toledano José Rivera (1925-1991), declarado venerable por el Papa Francisco



(Ecclesia) El sacerdote toledano José Rivera (1925-1991), declarado venerable por el Papa Francisco, que reconoció sus virtudes heroicos en decreto firmado el 30 de septiembre de 2015

“El sacerdocio es un servicio social. Es para los demás. Es el órgano del Cuerpo Místico que ha recibido el encargo de distribuirles la gracia y la doctrina. Es una guía salvadora. Sacerdocio y egoísmo son términos antitéticos. Sacerdocio y caridad son sinónimos. Los apelativos del sacerdocio son interminables: apóstol, misionero, padre, pastor, maestro, hermano, siervo y víctima. La más atrayente y difícil empresa: formar a los demás, darles un modo de pensar, de orar, de obrar y de sentir: esta es la misión del sacerdote.

Sólo el sacerdote puede dar sentido al sufrimiento, sólo él tiene aptitud para exponer las inefables verdades que nos envuelven, para acercarse sin profanarlo al misterio que late en el universo, dar significación a las cosas, lenguaje interior a los espíritus, voz vibrante a la pena, al dolor, al amor del hombre… El sacerdote es considerado como el hombre Dios. Es un ser humano para el que vivir es rendir culto a Dios, buscar a Dios, embriagarse de Dios, estudiar a Dios, hablar a Dios, servir a Dios; es el hombre religioso, el hombre sagrado. Es el intermediario entre Dios y los hombres” (Palabras del Cardenal Montini, arzobispo de Milán, hoy Beato Pablo VI).

La figura del Siervo de Dios José Rivera Ramírez se presenta como la de un sacerdote diocesano que vivió en plenitud la llamada a la santidad siguiendo su vocación sacerdotal, en el servicio a Dios y a la Iglesia, con un marcado sentido eclesial, de unión con el obispo y de gran celo apostólico, que orientó, guiado por la divina Providencia, a la formación de futuros sacerdotes y al servicio de los más necesitados. Tuvo una visión sobrenatural y una presencia de Dios en todo lo que observaba y vivía desde la época de seminarista. Era consciente de este don y daba constantemente gracias al Señor. Su fe se apoyaba y alimentaba en los sacramentos, sobre todo de la Eucaristía, del estudio y de la liturgia de las Horas.
José Rivera Ramírez nació en Toledo, el 17 de diciembre de 1925 y fue bautizado el 2 de enero de 1926. La familia era relativamente acomodada. Su padre, también de nombre José, era médico y cristiano comprometido, fue Presidente de la “Federación de Padres de Familia Católicos” y también estuvo comprometido en la vida política ya que fue alcalde de Toledo. Su madre se llamaba Cecilia y estaba dedicada a la vida familiar y al cuidado de los hijos. Estos fueron cuatro y José era el más pequeño. De sus hermanos, José, recibió excelentes ejemplos de virtud. Antonio (+1936), el mayor estaba lleno de ideales cristianos y patrióticos, participó como voluntario en la defensa del “Alcázar de Toledo” en la contienda civil, recibiendo el apodo de “ángel del Alcázar; de él se ha abierto la Causa de Canonización. La hermana Carmen terminó siendo clarisa en 1972.
El Siervo de Dios recibió la Confirmación el 27 de marzo de 1927 y la primera Comunión en junio de 1933. Era amante de la lectura y vivía muy concentrado en sí mismo, ya de niño leyó y resumió las obras completas de San Juan de la Cruz. Estudió en el Instituto estatal de Toledo y ya, desde joven, participó en las actividades de la Acción Católica donde conoció al futuro sacerdote D. Manuel Aparici, que tendrá un gran influjo sobre él. En 1942 comenzó los estudios superiores en la Universidad Complutense de Madrid, que interrumpió en 1943 cuando sintió la llamada al sacerdocio y se incorporó a la universidad de Comillas, para iniciar los estudios sacerdotales. En Comillas obtuvo la licencia en Teología; luego prosiguió los estudios de Teología en Salamanca, convirtiéndose en bachiller en 1951.
Tras recibir la tonsura clerical en 1949, recibió las órdenes menores; en 1952 fue ordenado de subdiácono y de diácono y de presbítero el 4 de abril de 1953.
Sus primeros cargos pastorales fueron el de coadjutor en la iglesia de Santo Tomás de Toledo y el de cura ecónomo en la localidad de Totanés. En su actividad sacerdotal destaca ya un gran celo apostólico y una gran austeridad de vida. Eran muchas las horas de oración especialmente durante la noche.
De 1957 a 1963 los pasó en Salamanca, como director espiritual y formador de instituciones dedicadas a la formación de los sacerdotes: en el Colegio Mayor del Salvador, y luego en el Colegio Hispano-Americano de Nuestra Señora de Guadalupe. Esta actividad ocupará al Siervo de Dios. El cansancio y la fatiga obligaron al Siervo de Dios a un periodo de descanso en Santurce (Vizcaya) y luego en Valladolid en una casa de los Hermanos de San Juan de Dios, aprovechando este periodo de descanso para el estudio de los Santos Padres. De regreso a Toledo fue nombrado Vicedirector de una casa de Ejercicios Espirituales y profesor del Seminario Mayor. Durante este periodo dio abundantes tandas de Ejercicios espirituales y trabajó intensamente en la dirección espiritual de los seminaristas para los que introdujo el curso de espiritualidad y de profundización en la vida interior y de discernimiento de la propia vocación.
Aprovechando una invitación del nuevo obispo de Palencia, Mons. Anastasio Granados, que fue obispo auxiliar de Toledo, se trasladó a Palencia en 1970 como Director espiritual del Seminario y profesor del tratado De Gratia en el Seminario. Era entonces arzobispo de Toledo el Cardenal Vicente Enrique y Tarancón.
En 1974 el Cardenal de Toledo Mons. Marcelo González Martín lo llamó a la diócesis confiándole los cargos formativos y de docencia en el Seminario de San Ildefonso. Fue en el Seminario de Toledo un punto de referencia especialmente para aquellos que anhelaban un crecimiento espiritual, ya que crecía su fama de hombre santo y sabio. Participó también en la promoción del Seminario “Santa Leocadia” para vocaciones adultas. Es verdad que no faltaron desavenencias e incomprensiones en sus relaciones con algunos sacerdotes de la diócesis y el propio Cardenal González parece que se formó de él una idea en esta línea, pero el Siervo de Dios fue siempre fiel a los ideales de su vocación sacerdotal y, en todo momento supo vivir y “sentir con la Iglesia”.
El Siervo de Dios trabajó incansablemente con los seminaristas, dedicó mucho tiempo a dirigir espiritualmente a tantos sacerdotes, se ocupó, incluso de la dirección espiritual de personas con discapacidades psíquicas; pero la actividad que destacaba en su vida era la de ayudar a los desposeídos, especialmente los gitanos de la ciudad, a los que trató de ayudar siempre, comprometiéndose en primera persona.
El 13 de marzo de 1991 fue a reunirse con algunos sacerdotes en Los Yébenes (Toledo). Allí sufrió un infarto. Por la tarde recibía la unción de los enfermos. Murió en el hospital “Virgen de la Salud de Toledo”. Y así como dejó establecido en su Testamento, después de la exequias, que estuvieron presididas por el Cardenal arzobispo de Toledo, D. Marcelo González, al que acompañaban el obispo auxiliar, el obispo dimisionario de Albacete y una numerosa representación del clero diocesano y religioso y un numerosísimo grupo de fieles, su cadáver fue enviado a la Facultad de Medicina de la Universidad Complutense de Madrid, para que sirviese a los alumnos en las prácticas de anatomía. Pero su cadáver fue respetado por su fama de santidad, y más tarde, en 1994, fue transferido de nuevo a Toledo donde fue sepultado en la cripta de la capilla del Seminario Santa Leocadia.
Su fama de santidad de la que gozaba en vida, tanto entre los laicos como entre los sacerdotes, era unánime y clamorosa. De su biografía emerge un profundo perfil espiritual con una fuerte impronta trinitaria, oración intensa, profundo amor a Cristo, ardiente devoción al Espíritu Santo, a la Virgen, a los santos, gran amor a la Iglesia, espíritu de austeridad y de expiación, predicador incansable. Era un sacerdote ejemplar y digno de ser propuesto a la Iglesia como modelo de sacerdote. Se distinguió por su vida interior, riquísima y profunda, basada en el sobrenatural, en la íntima relación con las Personas divinas, por su amor auténtico hacia Jesús Eucaristía, por su amor hacia aquellos con los que convivía hasta dejarse comer por ellos como Él. Ha sido modelo extraordinario de asceta, penitente anticonformista con su propia mediocridad y penitente intercesor, compasivo y misericordioso con las mediocridades de los demás.
Vivió apasionadamente su amor a la Iglesia, estudiando, profundizando y dando a conocer las verdaderas enseñanzas del Concilio Vaticano II, preocupándose de todo lo que respecta a la Iglesia diocesana y universal, la vida sacerdotal y la formación de los futuros sacerdotes. Su apostolado con los sacerdotes, con los religiosos y religiosas, con los laicos de toda condición y con los más pobres de su entorno, son un ejemplo precioso de su profunda vida teologal. Usó todos los medios que la Iglesia le ofrecía para vivir la verdad del Evangelio en la radicalidad y en su totalidad. Resplandecían en él todas las virtudes cristianas y sacerdotales. Su santidad fue el resultado de una admirable unión entre la gracia divina y su firme intención de tender seriamente a la santidad como sacerdote.
La Beatificación del Siervo de Dios José Rivera hará mucho bien a los sacerdotes en este momento particular y apasionante que la Iglesia de Dios está atravesando bajo las manos del Papa Francisco.

Alfonso Ramírez Peralbo
Postulador General de la Causa

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