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miércoles, 16 de septiembre de 2015

Hagamos el bien a todos, pero especialmente a nuestros hermanos en la fe



(La Puerta de Damasco) Quedando a salvo la universalidad del amor, que se dirige hacia todo necesitado (cf Lc 10,31), queda en pie la exigencia de que, en la Iglesia misma como familia, ninguno de sus miembros sufra por encontrarse en necesidad: “Mientras tengamos oportunidad, hagamos el bien a todos, pero especialmente a nuestros hermanos en la fe” (Gál 6,10).

Esta enseñanza bíblica ha sido recordada por el papa Benedicto XVI en Deus caritas est, 25. Es una recomendación sabia, que no introduce discriminación a la hora de vivir la caridad, sino orden. Hemos de ser caritativos con todos, pues Dios ama a todos, pero empezando por nuestra familia, por la “familia de la fe”.

No tendría sentido que un padre o una madre, un hermano o una hermana, dejasen morir de hambre a sus hijos o hermanos por socorrer a los vecinos. Si se puede, se socorre a todos, pero ordenadamente; es decir, empezando por la propia familia.

Los lazos que crean la fe y el Bautismo son reales. Los cristianos somos familia, literalmente. Formamos parte de la Iglesia de Dios. Hay lazos humanos y sobrenaturales que nos unen, que nos vinculan a unos con otros.

Es verdad que ningún ser humano nos puede resultar ajeno. Sea de la religión que sea. Pero menos ajenos nos tienen que resultar los nuestros: los que han recibido el Bautismo y comparten nuestra fe.

El drama de los refugiados, que huyen de la miseria o de la guerra, es lo suficientemente grave, no desde ahora, sino desde siempre, como para conmovernos a todos. Pero, incluso en situaciones dramáticas, es mejor seguir un orden.

Yo estoy completamente a favor de que se acoja a los refugiados – del hambre o de las guerras, o de una cosa y la otra - , pero si se pide, como el Papa ha pedido, que pongamos a su disposición toda nuestra capacidad de acogida – que no es mucha, porque la Iglesia y las parroquias son más pobres de lo que se piensa - , se debe establecer un orden: Primero a los cristianos; luego, si se puede, a los demás.

Los Estados son una cosa y la Iglesia es otra. Obviamente, en una crisis como la actual, resulta imprescindible la tarea de coordinación del Estado. Hay demasiadas cosas en juego como para ir por libre.

Hay, también, mucha iniciativa de la sociedad civil que, gracias a Dios, opta por la solidaridad. Y la Iglesia se suma a estas iniciativas, no por la fuerza, sino porque es muy consciente del mandamiento nuevo y de la importancia de las obras de misericordia, espirituales y corporales.

¿Ayuda? Toda la que, razonablemente, se pueda prestar. Pero, con orden. No vaya a ser que, en vez de atender a las personas, generemos un caos peor.

Y ese orden incluye, a mi juicio, el cuidar, no exclusivamente, pero sí preferentemente a nuestros hermanos en la fe: a los cristianos que tanto están padeciendo en Iraq, Siria, Nigeria, Sudán… Y casi, si me alargo, en demasiados países del mundo.

“Hagamos el bien a todos, pero especialmente a nuestros hermanos en la fe”.

Guillermo Juan Morado.

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