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viernes, 31 de julio de 2015

España real, aún católica. Por el Cardenal Cañizares


En el artículo de esta semana no voy a ocuparme de ningún tema en particular. Tampoco voy a detenerme ahora a ningún análisis de situación, ni voy hacer ningún diagnóstico de lo que pasa. Tampoco quiero entrar en hechos susceptibles de legítimas y plurales interpretaciones, como, por ejemplo, los últimos comicios, avatares políticos, o las soluciones técnicas que corresponda aplicar para el bien común. Sólo quiero expresar desde donde hablo cuando escribo en los artículos que a lo largo de años vienen apareciendo en LA RAZON.

Puedo asegurar que no hablo en el vacío o en la abstracción, ni vivo de espaldas a la realidad; hablo desde España, inseparable de Europa. Tengo muy presente el momento que vivimos y la situación que atravesamos y lo miro desde la fe, con esperanza, mirada que no es separable en modo alguno de la mirada de la razón. No miro tampoco a España como una realidad aislada ni aislable, como una isla. Debido a la globalización y a otros fenómenos culturales y sociales en gran parte, vivimos y participamos de lo mismo que está afectando a otros lugares; eso sí, con peculiaridades muy propias; vivimos, por ejemplo, la misma crisis con connotaciones e incidencias muy nuestras que no se dan en otras partes y están en la mente de todos. No puedo olvidar, por lo demás, que, cuando hablamos de la España de hoy, nos referimos a la España con sus peculiaridades, la España real marcada, aunque algunos no lo compartan, por la fe católica, «con todas las imperfecciones y fallos que se quieran, pero con una capacidad de encarnación en los individuos y en las familias, y un despliegue social tan variado y tan rico, que ha constituido la empresa cultural y «política» de España a lo largo de los siglos con más fuerza creadora a través de su historia» (Marcelo González Martín, ¿Qué queda de la España católica?).

Ésa es la España a la que, a pesar de la fuerte secularización imperante, no se le puede negar su todavía persistente «idiosincrasia» católica, de la que, es justo reconocer, que aún queda mucho; en efecto «queda la realidad de una fe compartida por una gran parte del pueblo con más o menos imperfecciones; quedan una creencia y una piedad, como externas manifestaciones de esa fe, en el ámbito individual y familiar, a veces deterioradas, pero efi caces aún; queda una impregnación cultural católica, difusa en el ambiente, cuyos testimonios artísticos, literarios, políticos, religiosos, obligan a pensar en el pasado con respeto y a veces con instintiva adhesión; queda un sentido moral que se manifi esta en la práctica de muchos y en la repugnancia –todavía los más– a aceptar el amoralismo de tantos y tantos, cada vez más extendido; queda una Iglesia institucional – (digo, una Iglesia viva y fi rme, en medio de los vientos adversos que la azotan desde dentro y desde fuera), una Iglesia que aún ejerce infl uencia en la conciencia y el comportamiento de muchos. Más brevemente, de la España católica tal como la hemos entendido, en el pensamiento queda mucho; en los sentimientos aún más; en las costumbres menos» (Marcelo González Martín).

Ciertamente, menos en las costumbres y en ciertos sectores y edades de nuestra sociedad, menos en el ámbito social y cultural, en el ambiente que respiramos como clima impregnado de un fuerte y agresivo secularismo, y de una nueva y agresiva laicidad que ha nacido entre nosotros artifi cialmente, con unas notas o con unas características propias en las qué no es necesario insistir. Es esa España a la que se refirió el Papa Benedicto XVI en tantas ocasiones, por ejemplo en aquel viaje suyo a nuestra Patria, –a Santiago de Compostela y a Barcelona–, bien cuando hablaba a los periodistas, bien cuando se dirigía a los fieles en la Catedral de Santiago o en la Basílica de la Sagrada Familia de Barcelona. Y siempre escribo como ciudadano español, que ama de verdad y corazón a su Patria, y le «duele» lo que en ella a veces sucede. Pero, sobre todo, como obispo y pastor de la Iglesia, que lo que más le preocupa es que la gente crea, es decir, la fe y las costumbres de nuestro pueblo, que tiene unas raíces cristianas que no puede perder para ser él mismo. Hablo como obispo que se ve urgido por encima de todo por el amor a Cristo y, consecuentemente, por el amor a los hombres. Dos son mis amores, mis pasiones: Dios y el hombre. Los dos amores aunados en una Persona, Jesús Hijo de Dios vivo, y el hombre; y esa unidad me la ha dado la Iglesia, pues, en ella confluyen Cristo y el hombre. Siempre escribo con entera sinceridad y libertad, sin imposiciones de ningún tipo, con mano tendida al diálogo siempre abierto, ofreciendo mis convicciones, respetando la de los otros y reclamando el respeto para las mías. Esto viene bien decirlo tras la fiesta de nuestro Patrón Santiago.

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