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jueves, 9 de julio de 2015

Carta semanal del Sr. Arzobispo



Por los caminos de Dios

Vamos haciendo un camino por las tierras del Señor con la peregrinación diocesana. Queremos volver a escuchar las palabras que suscitaron la esperanza y contemplar los milagros que cruzan los espacios y los tiempos. Nosotros, hemos nacido en otro lugar y nuestra época coincide con nuestros días, pero las palabras de vida y los signos milagrosos, tienen el timbre de voz que nos permite escucharlos y tienen el escenario que nos deja reconocerlos.

Llama la atención que un reducto de espacio tan pequeño como es el extremo norte de este célebre lago que casi parece un pequeño mar, allí se desenvolviese toda la primera parte del ministerio de Jesús: palabras y enseñanzas, signos y milagros, llamada de los discípulos. Le esperaba todo el mundo, pero Él se quedó en este rincón para desde ahí poder contar y mostrar lo que había venido a traernos. El espacio de toda la tierra, cabía en ese rincón. El tiempo de todos los siglos, se concentró en aquellos tres años. Un misterio que desbarata nuestras agendas y nuestras mediciones, nuestras estrategias con sus prisas y sus miedos. Jesús tuvo su tiempo y marcó su espacio.

Ahí comenzábamos también nosotros que dos mil años después hemos venido hasta aquí. Y la primera etapa fue un lugar particularmente programático en toda la enseñanza del Señor. Subimos al altozano que conmemora algunos metros más arriba el lugar donde Jesús pronunció el Sermón de la montaña. Son sus conocidas bienaventuranzas, esas ocho formas de felicidad que nos recuerda el evangelio de San Mateo (en cinco las sintetizó Lucas). Celebramos en una capilla original, verdadera catedral de la “hermana madre tierra”: las columnas, los árboles que nos cobijaban dándonos su sombra; el retablo mayor, el lago de Tiberíades y las colinas del fondo; la orquesta y el coro, el viento hermano que nos silbaba su canción, junto al gorjeo de los pajarillos y el mimbrearse de las ramas y las hojas.

Sí, ahí estábamos nosotros como aquella muchedumbre la primera vez. Nuestra presencia y la de ellos no se debía a una selección, al haber ganado un premio en un concurso, o a tener algún mérito que hiciera valedor escuchar curiosos al Maestro de moda. Estábamos con nuestras necesidades unos y otros, con nuestra pobreza y pequeñez ante las cosas que verdaderamente nos importan y nos desbordan desde el tram-tram cotidiano de lo hermoso y resultón o de lo acorralante y mezquino.

El corazón de todo hombre y mujer, de toda época, de todo sitio… ha tenido y tiene una inmensa sed de felicidad. No tenemos otra exigencia más verdadera que palpite en el latido de nuestra vida. Esa felicidad buscada por los caminos más auténticos y serenos o por los senderos más equivocados y perdidos, es lo que nos define íntimamente a cada cual. Y aquí venía el contraste con lo que Jesús propuso: a qué llamamos unos y otros, en qué ciframos unos y otros… lo que es la felicidad. El Maestro galileo entraba en danza entonces y siempre, con lo que el mundo señala como felicidad y lo que Él proponía como bienaventuranza.

Hay llantos que no desesperan y risas que te suicidan; hay tiranías que deshumanizan y persecuciones que nos dignifican; hay hambres que no nos debilitan, y festines que nos arruinan. Así podríamos coejar lo que las bienaventuranzas de Jesús han suscitado y cuanto las malaventuranzas del mundo han cosechado. Bienaventurados… Esta era la proclama de la verdadera y única dicha. Quien lo ha escuchado lo sabe, quien lo ha vivido lo agradece, y quien con gratitud así se hace sabio, a los cuatro vientos se hace testigo de la Buena Noticia.


+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo

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