Los ojos ancianos de Palinha
A veces los momentos inmediatos que vivimos las personas con nuestros avatares más íntimos y personales, o con las cosas que suceden en el derredor más cotidiano, pueden impedirnos tener una perspectiva amplia. Corremos el riesgo de dejarnos llevar por la euforia de una conquista o por la tristeza de una derrota y, de pronto, pensar que todo está para siempre conquistado o que lo hemos perdido para siempre. Ni una ni otra cosa son verdad. Cada momento tiene su fecha, su escenario, pero la vida viene de antes y seguirá después, aunque ahora pase por este momento.
He conocido la historia de Palinha: una mujer de más de noventa años que siempre ha vivido en su tierra natal del Kazakistán. Ella fue educada en la religión católica, aprendió a amar a Dios, a amar a sus prójimos y a llenar de ese doble amor al Señor y a los hombres –tan distinto y tan inseparable al mismo tiempo–, cada rincón de las diversas circunstancias de la vida.
Toda la existencia estaba abrazada por ese Misterio que tiene nombre, rostro y corazón: Dios. Toda la vida era acompañada por esa Presencia del Señor que en cualquier situación encendía su luz, o ungía con su bálsamo de ternura, o abría una vez más los caminos de la verdad, de la paz y la justicia. Dios formaba parte de la vida… como uno más sin ser uno cualquiera. Dios no era ese intruso e inevitable personaje con el que había que convivir forzosa y enojosamente, teniendo que pagarle de tantos modos el peaje en el tránsito de la vida. Ese Dios mal vecino, pegajosa visita, fiscalizador de gozos, pesadilla de los sueños, temor todopoderoso… no tiene que ver con la fe cristiana porque no tiene nada que ver con lo que Jesucristo nos ha revelado de Él. Puede darse que responda a una patología religiosa en la que no estamos ausentes y en la que no hemos sido inocentes, pero lo que Jesús nos ha dicho y lo que los mejores hijos de la Iglesia han vivido, nada tiene que ver con esa cruel caricatura que tanto daño nos ha hecho y que tantos ateos, agnósticos e indiferentes ha generado. Evidentemente, no era el caso de Palinha.
La he visto en un documental que me han pasado unos amigos italianos que han ido hasta allí como sacerdotes misioneros. Se encontraron con Palinha y ella rompió a llorar de la alegría. Yo veía en esa anciana mujer con la más noble de las dignidades, una imagen de la anciana bíblica de Ana o del anciano Simeón al ver a Jesús que era presentado por sus padres en el Templo. Aquellos ojos gastados seguían brillando con una luz que nada ni nadie es capaz de apagar.
Los ancianos Ana y Simeón comenzaron a cantar su canción agradecida porque Dios les permitía ver lo que les había prometido en su corazón. También Palinha, cuando llegó la revolución rusa que en nombre de la libertad tantos cepos y cadenas impondría, vio cómo le arrancaban las expresiones religiosas: prohibieron sus signos externos, condenaron a la clandestinidad el culto, ningunearon hasta el asesinato a los sacerdotes. Pero esta mujer les decía a sus hijos que vendrían tiempos en donde nuevamente podrían vivir con libertad a Dios. Es lo que ella reconoció en el rostro de mis amigos sacerdotes: que el Señor no engaña, y que tras tantas penúltimas palabras duras y desconcertantes que a veces la vida nos impone, Él se reserva una última palabra que resulta ser la más hermosa, la más justa y la mejor. Dios sabe ya cuándo, qué y cómo nos dirá su Palabra a nuestra generación, una Palabra que sostendrá nuestra esperanza y espantará cualquiera de nuestros temores.
He conocido la historia de Palinha: una mujer de más de noventa años que siempre ha vivido en su tierra natal del Kazakistán. Ella fue educada en la religión católica, aprendió a amar a Dios, a amar a sus prójimos y a llenar de ese doble amor al Señor y a los hombres –tan distinto y tan inseparable al mismo tiempo–, cada rincón de las diversas circunstancias de la vida.
Toda la existencia estaba abrazada por ese Misterio que tiene nombre, rostro y corazón: Dios. Toda la vida era acompañada por esa Presencia del Señor que en cualquier situación encendía su luz, o ungía con su bálsamo de ternura, o abría una vez más los caminos de la verdad, de la paz y la justicia. Dios formaba parte de la vida… como uno más sin ser uno cualquiera. Dios no era ese intruso e inevitable personaje con el que había que convivir forzosa y enojosamente, teniendo que pagarle de tantos modos el peaje en el tránsito de la vida. Ese Dios mal vecino, pegajosa visita, fiscalizador de gozos, pesadilla de los sueños, temor todopoderoso… no tiene que ver con la fe cristiana porque no tiene nada que ver con lo que Jesucristo nos ha revelado de Él. Puede darse que responda a una patología religiosa en la que no estamos ausentes y en la que no hemos sido inocentes, pero lo que Jesús nos ha dicho y lo que los mejores hijos de la Iglesia han vivido, nada tiene que ver con esa cruel caricatura que tanto daño nos ha hecho y que tantos ateos, agnósticos e indiferentes ha generado. Evidentemente, no era el caso de Palinha.
La he visto en un documental que me han pasado unos amigos italianos que han ido hasta allí como sacerdotes misioneros. Se encontraron con Palinha y ella rompió a llorar de la alegría. Yo veía en esa anciana mujer con la más noble de las dignidades, una imagen de la anciana bíblica de Ana o del anciano Simeón al ver a Jesús que era presentado por sus padres en el Templo. Aquellos ojos gastados seguían brillando con una luz que nada ni nadie es capaz de apagar.
Los ancianos Ana y Simeón comenzaron a cantar su canción agradecida porque Dios les permitía ver lo que les había prometido en su corazón. También Palinha, cuando llegó la revolución rusa que en nombre de la libertad tantos cepos y cadenas impondría, vio cómo le arrancaban las expresiones religiosas: prohibieron sus signos externos, condenaron a la clandestinidad el culto, ningunearon hasta el asesinato a los sacerdotes. Pero esta mujer les decía a sus hijos que vendrían tiempos en donde nuevamente podrían vivir con libertad a Dios. Es lo que ella reconoció en el rostro de mis amigos sacerdotes: que el Señor no engaña, y que tras tantas penúltimas palabras duras y desconcertantes que a veces la vida nos impone, Él se reserva una última palabra que resulta ser la más hermosa, la más justa y la mejor. Dios sabe ya cuándo, qué y cómo nos dirá su Palabra a nuestra generación, una Palabra que sostendrá nuestra esperanza y espantará cualquiera de nuestros temores.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
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