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martes, 31 de marzo de 2015

Homilía del Sr. Arzobispo en la Misa Crismal


Santa Misa Crismal
Catedral de Oviedo, 31 de marzo de 2015


En la cita acostumbrada dentro de la Semana Santa ya comenzada, el pueblo de Dios se reúne con su obispo para celebrar la Misa Crismal. Aunque no es fácil compaginar los horarios, es hermoso que se puedan reunir en la Santa Iglesia Catedral todos los que componemos este Pueblo de Dios: Obispos, sacerdotes y diáconos con su llamada ministerial de presidir en la caridad las comunidades, los consagrados con sus diversos carismas a través de sus familias religiosas, y los fieles laicos con su compromiso cristiano en medio del mundo.

La Misa Crismal tiene ese primer encuadre y regalo: permitir vivirnos como miembros de la Iglesia del Señor, mutuamente referidos, complementariamente vocacionados, cada uno con su nombre, su don y sus talentos, cada uno como bautizado al que Dios le ha asignado un precioso destino. Somos hermanos porque con el Padre común que nos ha creado, con el Hermano mayor que nos ha redimido, y con el Espíritu Santo que nos ha santificado, formamos esta comunidad eclesial que Dios pone como levadura de evangelio en la masa de la historia humana.

Van a ser consagrados los santos óleos y el crisma. Los gestos de Jesús y la progresiva conciencia de la Iglesia fueron señalando estos signos salvadores y sacramentales que acompañan nuestro nacimiento y crecimiento como cristianos. El fruto del olivo tiene una resonancia grande en nuestra cultura humana y en nuestra tradición religiosa. En primer lugar el aceite tiene esa virtualidad fortalecedora que ya empleaban los antiguos en sus pugnas y desafíos, encontrando precisamente en el óleo un elemento que ponía tersura y fortaleza en sus músculos, en sus huesos, en sus heridas. Pero también el olivo como árbol da frutos en sus ramas que son símbolo de la paz tras los diluvios inoportunos que amenazan con ahogar nuestra historia y nuestros sueños. En tercer lugar, el olivo es un árbol que ha sido final de perdición para quien ahorcó en él sus traiciones, o comienzo de salvación cuando en él se clavó la muerte que fue vencida para siempre hasta hacerlo florecer bendito. El aceite es un óleo que nos acerca el bálsamo que nos hace fuertes en las batallas de la vida, que nos suaviza asperezas cuando nos confrontamos hasta el enfrentamiento que zahiere, que nos restaña la vulnerabilidad por la que se nos desangra la esperanza. De todo esto nos hablan los óleos santos que vamos a consagrar para poder luego sacramentar los signos de salvación que Cristo confió a su Iglesia.

Todos y cada uno de nosotros necesitamos este bálsamo de Dios. Porque son muchas las heridas que en estos tiempos se nos infligen causando de mil modos una múltiple debilidad. El Señor quiso ser Él mismo ese bálsamo de luz y de ternura, cuando en su propia carne malherida nos ofreció lo que bella y dramáticamente nos anunció el profeta Isaías como hemos escuchado en la primera lectura: sus heridas nos curaron. Esta es la paradoja que nos salva: que las heridas de Dios, de ese Dios que por amor se hizo vulnerable, son el bálsamo que limpia y sutura todas las nuestras. Podemos decir que son muchas las heridas por las que hoy nuestra humanidad se está desangrando, tanto metafórica como realistamente dicho. Heridas por las que tantos inocentes son mutilados y asesinados muriendo en guerras y atentados terroristas, particularmente los cristianos que en estos momentos sufren el acoso y derribo del ataque yihadista más cruel y asesino; heridas menos públicas y menos publicadas, que están quizás escondidas y maquilladas, pero que nos hacen daño y nos arañan la felicidad: el miedo que nos acorrala y nos arrebuja en la desconfianza, el agotamiento de nuestros amores cuando es el capricho frívolo quien señala su fecha de caducidad, el cansancio en el bien y la connivencia fácil con la mediocridad, el individualismo egoísta de quien no tiene más horizonte que su lujo o comodidad, y las hambres, todas las hambres del cuerpo y del alma que nos hacen siempre mendigos de la verdad. Son algunas de las heridas que describen nuestra condición menesterosa, las que nos hacen débiles y pobres por más que juguemos en cada ocasión con un oportuno disfraz.

Somos ministros de ese crisma y esos óleos, y con nuestras manos ungidas los sacerdotes acercamos a aquellos que en la Iglesia el Señor nos ha confiado el bálsamo divino que manifiesta la ternura misericordiosa del Señor que sigue a nuestro lado, testimoniamos que al Señor le importa nuestro destino y nuestra felicidad, un Dios que se desvela ante nuestras pesadillas y que quiere bendecirnos con el regalo de su gracia y de su paz dando cumplimiento a nuestros sueños que nacen de su Corazón.

Precisamente en esta Misa Crismal, los sacerdotes haremos renovación de nuestras promesas. Fuimos ungidos con el santo crisma y este óleo no tiene fecha de caducidad ni se corrompe, aunque pueden haberse hecho impermiables nuestras manos y nuestro corazón a la gracia que recibimos en el día de nuestra ordenación. Como en toda historia de amor, la nuestra con Jesucristo sabe conjugar una humilde petición de perdón y una confiada renovación de nuestra entrega, y esto es lo que haremos dentro de unos instantes al volver a pronunciar el sí de nuestra pertenencia a Jesús en el camino vocacional que Él nos ha regalado en su Iglesia.

Somos llamados a amar a Dios sobre todas las cosas, amando todo lo que Él ama y como lo ama Él. Esta es siempre la síntesis de la ley y los profetas, como tantas veces dijo Jesús (Mt 22, 37-40), porque amar a Dios en cuyo corazón no cupiesen sus hijos, o entregarse a los hermanos sin aprender el gesto en el Padre Dios, seria vivir un espiritualismo abstracto o plantear una militancia de trinchera. Dios y los hermanos, para los cuales hemos sido llamados como ministros del Señor.

El Papa Francisco ha querido señalar varias fisuras en las que nuestra fraternidad como sacerdotes en un presbiterio queda malherida y nuestro ministerio esterilizado. Puedo deciros que a mí me han hecho bien estas palabras del Papa: me han dolido al evidenciar en mi vida que también yo tengo que cambiar en auténtica conversión cosas que se viven en Dios ni me llevan a los hermanos. El Santo Padre alude a dos lacras en Evangelii Gaudium que en el fondo destruyen la comunión fraterna privándola de ardor misionero y robándonos la alegría: el encerramiento en la propia comodidad y la tristeza que se deriva de esa enfermedad espiritual que es la acedia, algo que mina de veras el fundamento de la comunidad haciendo imposible el amor fraterno. No le duelen prendas al Papa Francisco: «el amor a la gente es una fuerza espiritual que facilita el encuentro pleno con Dios hasta el punto de que quien no ama al hermano “camina en las tinieblas” (1 Jn 2,11), “permanece en la muerte” (1 Jn 3,14) y “no ha conocido a Dios” (1 Jn 4,8). Benedicto XVI ha dicho que “cerrar los ojos ante el prójimo nos convierte también en ciegos ante Dios”… Esa apertura del corazón es fuente de felicidad, porque “hay más alegría en dar que en recibir” (Hch 20,35). Uno no vive mejor si escapa de los demás, si se esconde, si se niega a compartir, si se resiste a dar, si se encierra en la comodidad. Eso no es más que un lento suicidio» (Francisco, Evangelii gaudium, 272).

Junto a la comodidad aborda otra de las actitudes que terminan por esterilizar tanto la vida fraterna como la fecundidad apostólica: se trata de lo que él llama la acedia que define como «el gris pragmatismo de la vida cotidiana de la Iglesia en el cual aparentemente todo procede con normalidad, pero en realidad la fe se va desgastando y degenerando en mezquindad. Se desarrolla la psicología de la tumba, que poco a poco convierte a los cristianos en momias de museo. Desilusionados con la realidad, con la Iglesia o consigo mismos, viven la constante tentación de apegarse a una tristeza dulzona, sin esperanza, que se apodera del corazón como “el más preciado de los elixires del demonio”. Llamados a iluminar y a comunicar vida, finalmente se dejan cautivar por cosas que sólo generan oscuridad y cansancio interior, y que apolillan el dinamismo apostólico. Por todo esto me permito insistir: ¡No nos dejemos robar la alegría evangelizadora!» (Francisco, Evangelii gaudium, 83).

Y también señala algunas actitudes que cercenan esta vida fraterna que debe brillar como bálsamo en nuestra comunidad apostólica de un presbiterio diocesano. Por ejemplo indica lo que llama «la enfermedad del “Alzheimer espiritual”, es decir, el olvido de la “historia de la salvación”, de la historia personal con el Señor, del “primer amor” (Ap 2,4). Es una disminución progresiva de las facultades espirituales que, en un período de tiempo más largo o más corto, causa una grave discapacidad de la persona, por lo que se hace incapaz de llevar a cabo cualquier actividad autónoma, viviendo un estado de dependencia absoluta de su manera de ver, a menudo imaginaria. Lo vemos en los que han perdido el recuerdo de su encuentro con el Señor; en los que dependen completamente de su presente, de sus pasiones, caprichos y manías; en los que construyen muros y costumbres en torno a sí, haciéndose cada vez más esclavos de los ídolos que han fraguado con sus propias manos…

El mal de la esquizofrenia existencial. Es la enfermedad de quien tiene una doble vida, fruto de la hipocresía típica de los mediocres y del progresivo vacío espiritual. Es una enfermedad que afecta a menudo a quien, abandonando el servicio pastoral pierde el contacto con la realidad, con las personas concretas. De este modo, crea su mundo paralelo, donde deja de lado todo lo que enseña severamente a los demás y comienza a vivir una vida oculta y con frecuencia disoluta. Para este mal gravísimo, la conversión es más bien urgente e indispensable (cf. Lc 15,11-32)…

El mal de la cháchara, de la murmuración y del cotilleo. De esta enfermedad ya he hablado muchas veces, pero nunca será bastante. Es una enfermedad grave, que tal vez comienza simplemente por charlar, pero que luego se va apoderando de la persona hasta convertirla en «sembradora de cizaña» (como Satanás), y muchas veces en «homicida a sangre fría» de la fama de sus propios colegas y hermanos. Es la enfermedad de los bellacos, que, no teniendo valor para hablar directamente, hablan a sus espaldas. Hermanos, ¡guardémonos del terrorismo de las habladurías! (Francisco, Discurso a la Curia Vaticana. Saludo navideño. 22 diciembre 2014).

Queridos hermanos sacerdotes, estas palabras graves del Papa Francisco no me han sido fáciles de escuchar pero me han hecho mucho bien acogerlas, aunque duelan son heridas que me curan en actitudes que piden una actitud convertida a Dios y a los hermanos. Por eso, públicamente yo os pido perdón ante ese juicio luminoso que Francisco ha puesto en mis zonas oscuras. No quieren tanto reprochar lo que nuestra humana condición, nuestro cansancio, nuestro pecado tantas veces nos impiden reestrenar, sino invitarnos gozosamente a volver a la gracia que recibimos el día de la imposición de las manos que nos hizo el obispo. Tal y como nos ha recordado el Evangelio: el Señor nos ha ungido para ser enviados con una buena noticia a todos los que sufren, para vendar los corazones desgarrados y llevar la libertad a los prisioneros de todo tipo de cautividad. Somos sacerdotes del Señor y ministros de su perdón, su gracia y misericordia. Esto nos permite reestrenar la lozanía ilusionada de aquello a lo que fuimos llamados, para lo que fuimos consagrados, y para lo que se nos envió.

Quiero daros las gracias por vuestra asistencia, tan numerosa un año más. Me conmueve con inmensa gratitud poder concelebrar esta Misa Crismal con todos vosotros. Os agradezco vuestro trabajo en un día a día con soles y lluvias, con fríos y sopores, con reconocimiento o incomprensiones, con los que lleváis adelante vuestro ministerio a diario. Y tendremos presentes a los 18 sacerdotes que desde la última Misa Crismal nos han dejado por haber sido llamados por el Señor. Hace un año sus manos se extendieron en esta concelebración, o se unieron a la misma desde sus lechos enfermos. Hoy no están con nosotros, pero pedimos que nos acompañen en esa antesala de la espera del cielo prometido, para que sus 18 manos sean 18 plegarias fraternas.

Queridos hermanos todos pidamos al Señor que nos bendiga con nuevas vocaciones sacerdotales. Que los fieles recen por nosotros, y que juntos sigamos edificando la Iglesia del Señor como una buena noticia para la humanidad a la que en su nombre servimos. El Señor os bendiga y os guarde. Que nuestra Madre la Santina nos acoja y acompañe cada día. Gracias.



+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo

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