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jueves, 12 de marzo de 2015

Carta Semanal del Sr. Arzobispo


Ayunar de mercaderes intrusos

Era inusual el perfil que aquel día mostró en el atrio. Ante toda una plaza llena de gente, en el vaivén socarrón y piadoso de gentes que iban y venían al Templo, Jesús la emprendió con aquellos mercaderes. Trabajaban para aquel Templo ofreciendo sus servicios de cambiar moneda para que la gente pudiera echar sus limosnas, y de facilitar los animales para que pudieran realizar su ofrenda. No eran, por tanto, arribistas de la ocasión que se aprovechaban para hacer el negociete, sino personas que cumplían una labor que era útil para aquella religiosidad. No obstante, lo que Jesús critica era que Dios quedase usado, instrumentalizado, sin encontrarse con Él porque a Él no se le buscaba de veras.

Es la vieja tentación de hacernos un dios falso a nuestra medida con nuestra fruta prohibida, con torres de Babel indebidas, con los becerros de oro que nos exigen postración. El dulce Jesús, el que bendice a los niños y se compadece de viudas, de pobres y hambrientos como ovejas sin pastor, tiene una actuación que nos deja perplejos y confusos, pero que es un modo drástico y pedagógico de enseñarnos con urgencia la gran lección del celo que le embargaba y la cautela idolatrizadora de la que nos quiere prevenir. Tal vez nos extrañe este Evangelio cuaresmal, pero hemos de saberlo escuchar. Con un látigo rudimentario la desmantelará todo un montaje sacrosanto: cambistas de moneda, vendedores de ovejas, bueyes y palomas. Se comprende la pregunta de los judíos con increíble extrañeza: ¿a cuento de qué te comportas así?

De modo que el Jesús que observaba jugar en la plaza a los niños ensalzando su inocencia y su espontaneidad; el Jesús que curaba a los enfermos y resucitaba a algunos difuntos; el Jesús que se ponía de parte de los más débiles siempre como eran los pecadores; ese Jesús de parábolas que todos entendían y cuyas palabras eran inolvidables… de pronto expulsa con vehemencia a los susodichos, diciéndoles que habían convertido la casa de Dios en una cueva de ladrones. No eran amables aquellas palabras ni los ademanes con los que Jesús la emprendió con aquella gente.

La Cuaresma puede ser un momento propicio para revisar nuestros tenderetes y convertirnos al Señor. Cuando el encuentro con Él ha sido claro y real, apasionante y apasionado, entonces no hay temor a quedarse en los templos y en sus atrios, sino que todos los medios pueden ser bienvenidos si hay rectitud de corazón: basta que nos permitan mantener vivo ese encuentro y nos urjan a anunciar el Evangelio a los pobres, sea cual sea su pobreza. Ellos son siempre los preferidos de Dios.

Es la pregunta que nos podemos hacer en esta mitad de la cuaresma: en el templo de mi vida, en el atrio de mi corazón, ¿qué mercaderes desplazan al Señor? ¿quiénes compravenden mi libertad, manipulan mi corazón y me eclipsan la belleza de Dios? Cuando Dios no está en mi vida, tampoco caben aquellos que Él más ama que son sus hijos y mis hermanos. Por eso, cuando hacemos un mundo sin Dios, lo hacemos siempre contra el hombre. Es bueno que nos preguntemos, pues, por los mercaderes de mi templo particular. Y puestos a ayunar, como un gesto tan propio de este tiempo de cuaresma, ayunemos de los mercaderes de turno, los que me ocultan al Señor y me hacen ciego ante mis hermanos. Sería un ayuno inteligente, y sobre todo correspondiente con la llamada a la conversión. Porque hemos de ayunar de aquello que nos aleja de Dios y nos enajena de los demás. Este es el ayuno que Dios quiere.


+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo

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