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jueves, 13 de noviembre de 2014

Carta semanal del Sr. Arzobispo

Un barrio y un calendario: la parroquia

La vida tiene necesariamente un empadronamiento. No somos fantasmas que viven en la nube de la abstracción colgados en una quimera de ciencia ficción. No, la vida siempre tiene un tiempo y un espacio, donde hay fecha y domicilio para cuanto la historia cotidiana no deja de narrarnos. Así, cuando nacemos ya tenemos esas dos coordenadas: un tiempo y un espacio en el aquí y ahora de nuestra más tierna infancia. Luego nos seguirán acompañando las mismas coordenadas según vayamos creciendo, según cambiemos de menú en lo que a diario nos permite alimentarnos. O cuando necesitamos que alguien nos ayude en los momentos de duda o en los resbalones que nos harán caer por tierra lastimados. O cuando nos enamoramos y nos asomamos a las cosas con una mirada tan propia de ese estado de excepción. O cuando el paso de los días arrojen todo su cúmulo de hartura y escepticismo o de ilusión y sabiduría. También habrá una fecha y un lugar cuando finalice la andadura de la travesía en la vida de acá.

Sí, nuestra vida siempre estará empadronada físicamente, profesionalmente, afectivamente. Y al considerar el factor religioso de nuestra vida cristiana, lo que podemos decir es que esto mismo sucede en nuestra biografía como creyentes. Porque todos estos lances a los que me he referido más arriba, tienen su reflejo y su cauce en lo que significa la singladura cristiana que también tendrá siempre un tiempo y un espacio en el que nuestra vida nace, crece, es nutrida y enseñada, se la protege, goza con sus ilusiones más ensoñadas y sabe padecer con dignidad cuando las cosas duelen o se oscurecen. Toda la vida, también la cristiana, sabe reconocer la hora de cada día, y el lugar de cada tramo, por donde cuanto nos acontece sucede siempre en un sitio y a una edad.

Nacemos a la fe con el bautismo que nos permite comenzar a ser cristianos adhiriéndonos a Dios y perteneciendo a la comunidad cristiana. Vamos creciendo y necesitamos ser nutridos con un alimento que tiene la calidad de la caridad del mismo Dios que nos da a comer eucarísticamente a su propio Hijo. Y si tropezamos de mil modos hasta de mil modos caer, habrá siempre un bálsamo que ponga verdad y esperanza en las heridas, a fin de que arrepentidos podamos volver a empezar. Pero esa misma vida se enamora con la complementaria condición de varón o mujer, o descubre la llamada en un camino de consagración a Dios y a los hermanos, y en uno u otro caso recorremos el camino trazado por nuestra particular vocación. Y lo mismo sucede cuando la edad o la enfermedad nos debilita y postra: siempre en ese momento y en esa ocasión, tendremos una unción que ponga fortaleza para vivirlo de otra manera. Finalmente, al concluir nuestro periplo, seremos despedidos con el hasta luego que nos emplaza esperanzados al reencuentro eterno que el Resucitado nos obtuvo y prometió.

La parroquia es ese lugar en donde en cada tiempo se hace una declaración de principios: los que corresponden al modo único y original de vivir las cosas de un modo cristiano. No todos lo viven así, y hay tantas actitudes plurales en este mundo a menudo confuso y contradictorio. Pero los cristianos lo vivimos así, y de esta manera estamos proponiendo con respeto, como quien de mil modos hace esa declaración de principios, que la Iglesia tiene siempre barrio y calendario en donde ofrecemos nuestro modo de ver y vivir las cosas. La Iglesia diocesana, la parroquia, se saben llamadas a anunciar esta buena noticia, y por eso pedimos ayuda al tiempo que entre nosotros nos ayudamos.

+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo

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