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jueves, 2 de octubre de 2014

Carta semanal del Sr. Arzobispo


Alvaro y Josemaria, amigos santos

La Iglesia nos acaba de proponer a un cristiano como modelo en el que mirarnos. Es lo que siempre hace al señalarnos a un santo. No es un héroe mundano, ni alguien sofisticado como superhombre extraño. En este caso se trata de un sacerdote que ha sido contemporáneo: Don Álvaro del Portillo, primer sucesor del Fundador del Opus Dei, San Josemaría Escrivá de Balaguer. Estuve en la ceremonia de beatificación en Madrid el sábado pasado, junto a no pocos asturianos. Y me conmovía escuchar el testimonio de obispos, curas y laicos: yo estuve con él, me hicieron bien sus palabras, encendió en mi alma la luz que sólo Dios regala, me sacó de mi abismo y me asomó al horizonte que salva.

Habían conocido a un santo, a alguien que vivió su vida cristiana con la sencillez cotidiana que hace de la santidad algo de cada día, en cualquier circunstancia. Es el mensaje que San Josemaría propuso y que de modo fiel y ejemplar vivió el hoy ya beato Álvaro del Portillo. Ser santos en la trama que se hace tanto día laborable como día festivo, en cualquier camino profesional, a cualquier edad, en las distintas vocaciones cristianas… mientras que tu vida responde a aquello para lo que Dios la llamó a vivir.

La santidad cristiana es siempre la resulta de un encuentro entre la gracia de Dios que nos llama a parecernos a Él y la libertad nuestra que secunda esa llamada. No se trata de una decisión nuestra, sino de un seguimiento a la voz de Otro que nos ha creado para esto y a esto nos llama. Ahora bien, ese camino cristiano que encuentra en la santidad su último destino, no es un camino que pueda recorrerse en solitario, porque aún siendo siempre un itinerario personal, jamás será un camino privado. Personal sí, privado no. Y es aquí donde aparece el inmenso regalo de la amistad verdadera que providencialmente se nos brinda en nuestra existencia como una compañía que hace más fácil y fiel nuestra llegada a nuestro destino: haber encontrado personas significativas que nos han ayudado a buscar y abrazar la verdad; personas que nos han permitido comprender la belleza y la bondad para las que hemos sido creados.

Porque podemos confundir a los otros, podemos destruir a los demás, podemos tal vez apropiarnos de cuanto Dios mismo nos da y nos dice en ellos. Y esta apropiación sería la relación que usa y tira al otro, que lo despeña, que le impide que crezca y madure en la gracia y armonía. Pero podemos establecer una relación con el otro de tal manera, que yo me sepa y me sienta corresponsable de su dichosa felicidad, es decir, de su santidad.

De tantas cosas que podríamos decir del Beato Álvaro del Portillo, junto a su bondad y sencillez, su amor a la Iglesia y a la humanidad concreta, podemos apuntar este perfil que le une a otro santo, San Josemaría. Es una relación que hace las cuentas con esa amistad cristiana que ha despertado en el otro la actitud atenta para que no pasara desapercibido el acontecimiento cristiano por antonomasia de su encuentro con Cristo, que ha acompañado el camino de un hermano sin más pretensión que la de hacerle el bien compartiendo con él lo más precioso que había encontrado. Lo que me toca el corazón es ver a Don Álvaro que fue cogido de la mano por San Josemaría, y los dos han llegado a ser santos. ¿A quiénes tenemos que tomar nosotros de la mano, y ofrecerles en nuestros gestos y palabras el testimonio santo de una santidad tan cristiana como cotidiana? Ellos nos anteceden e interceden. ¡Qué hermosa es la Iglesia que ve nacer en cada tiempo a sus santos!

+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo

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