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miércoles, 17 de septiembre de 2014

Infames y deshonrados


Quienes hemos sido empujados a la soledad y señalados como pájaros de mal agüero por los moderaditos ya estamos afónicos y hartos de gritar en el desierto. Me permitirán, pues, que cite un artículo que publiqué en este mismo periódico, el pasado 8 de abril de 2013, por el que me gané la ojeriza de muchos amigos a los que les gusta ser acunados con cuentos de hadas: «Las legislaciones abortistas siempre las impulsa el partido socialista; pero, ¿quién ha permitido que la mentalidad abortista arraigue y se consolide cada vez más entre la sociedad española? Sin duda, el partido conservador, dejando que tales legislaciones se asienten. Y aun me atrevería a señalar un aspecto más trágico: mientras gobiernan los socialistas, sus legislaciones abortistas se tropiezan con una resistencia contumaz por parte de sectores de la sociedad española que son naturalmente antiabortistas; pero que, cuando gobiernan los conservadores, se relajan en su celo y abandonan las posiciones de resistencia que habían mantenido antes.

De esta actitud dimisionaria ha tomado buena nota el partido conservador, que así puede actuar de modo perfectamente hipócrita: combatiendo, mientras se halla en la oposición, leyes que ni siquiera se planteó derogar mientas gobernó, a sabiendas de que cuando vuelva a gobernar tampoco las derogará; pero sirviéndose, entretanto, de la gente bienintencionada que piensa –o quiere pensar: wishful thinking– que las derogará».

Parece que, fiel a su designio, el partido conservador no reformará la ley del aborto. Pero, a veces, de los grandes males se desprenden bienes mayores: así no tendríamos que aguantar a quienes dan lecciones de paladines en la lucha por la vida, urdiendo eufemismos merengosillos y condenando al ostracismo, por extremistas, a los que dicen sin paños calientes ni sentimentalismos de baratillo que el aborto es un crimen. También será una oportunidad excelente para que se retratase ese clericalismo regaloncillo que, con la excusa fatigosa del mal menor, ha impedido que los católicos españoles tengan representación política, negando las evidencias y expulsando de la lista de católicos oficiales a todos los que se han atrevido a disentir.

No quisiera que mis palabras agrias salpiquen a la única persona del partido conservador que se está comportando con nobleza, el ministro Alberto Ruiz-Gallardón, odiado por sus propios conmilitones (por envidia cochina y renegrida, pues saben que tiene más talento y más valía que todos ellos juntos) y diana de todos los vituperios por parte de los zombis que se han dejado abducir por diversos lidereses y lideresas que comulgan todos los domingos y fiestas de guardar… la libertad de horarios. Resulta, en verdad, paradójico que un político estigmatizado por progre haya sido el único que a la postre se ha dejado partir la cara por defender (en una defensa todo lo defectuosa que ustedes quieran, pero defensa solitaria y valerosa) la vida gestante. A Gallardón quiero enviar hoy mi abrazo cordial; y decirle que, aunque ante los ojos del mundo parezca un hombre derrotado, somos muchos los que hoy lo vemos aureolado de una trágica y gallarda dignidad, entre la chusma cambalachera y arriolesca que acampa en su partido, siempre deseosa de contentar a todos (¡y a todas, oiga!).

Y brindo a Gallardón como consuelo y bálsamo de sus penas esta meditación de San Francisco de Sales, que viene pintiparada para la chusma arriolesca: «Lo cierto es, Filotea, que quien quiere tener honra y fama con todos, con todos las pierde; y con razón debe perder la honra y la fama quien quiere tenerlas entre aquellos a quienes sus vicios hacen verdaderamente infames y deshonrados». Vale (que dirían los clásicos).

 
Juan Manuel de Prada

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