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martes, 1 de abril de 2014

EL REGALO DE LA RECONCILIACIÓN por Don Joaquín Manuel Serrano Vila

El Papa Francisco confesándose en la pasada jornada de las 24 horas

Dentro de mi turno de “24 horas con el Señor” en la Iglesia de “Las Esclavas”, pasadas las ocho de la mañana y en la penumbra y silencio de la iglesia, a través de la celosía del confesonario, una señora acostumbrada y preparada comenzaba por medio del sacerdote (que para atenderla cerraba con su marcapáginas “El cura de Ars”) su particular encuentro con el Señor, testigo directo, nada menos, desde la custodia en santa exposición.

Su relato sereno de tribulaciones, dudas, miserias y zancadillas del maligno, nos dieron por medio del Espíritu invocado la oportunidad pausada de liberar su alma y conciencia, de esponjar su corazón, purificar actitudes y objetivar intenciones bajo el secreto cómplice y el abrazo amoroso del buen Padre que conoce a cada hijo y que en ese encuentro personal lo llama por su nombre. Enjundiosa reconciliación la primera, a la que en esa hora siguieron otras tres, hasta las nueve.

Es evidente que en estos tiempos el regalo del sacramento de la penitencia no está debidamente valorado y que a pesar de la Exhortación Apostólica “Reconciliatio et Paenitentia”, lo recogido en los cánones 960-963 del C.I.C. y demás documentos Magisteriales y pronunciamientos del Pontificio Consejo para la interpretación de los textos legislativos, bastantes fieles y algunos sacerdotes buscan acomodados sucedáneos a este hermoso obsequio de la gracia divina que, finalmente, han de frustrar la intimidad e individualidad de un encuentro personal con Dios que paternalmente habrá de ajustar la intensidad del abrazo (abrazo y encuentro en cualquier caso) al oído de las circunstancias particulares, quedando privado en suma de éste el “investigador” del cariño y del perdón amoroso de Dios, lo cual, pese al deseo y necesidad, generará en el mismo un “mal sabor de boca” y extraño sentimiento de ineficacia de lo realizado.

Es evidente que me estoy refiriendo a “las ofertas” de las absoluciones colectivas: ¿Cómo es posible que en el barullo y revoltijo humano de una celebración plural pueda valer para mí (que “ni robo, ni mato, ni trato de hacer mal a nadie”) lo mismo que para el que “roba, mata o hace daño”?; ¿Cómo pueden mezclarse las complejas situaciones personales de cada individuo y meter estas en el mismo saco de una oración penitencial compartida que automáticamente lleva a una absolución general para todos, sin saber quién es quién?

Tengo para mí que por comodidad y torpe pudor (constatado por testimonios) la experiencia de una absolución general puede ser más frustrante que la exigencia del paso valiente de arrodillarse ante Dios reconociéndose pecador y esperando de él -sin duda- el amoroso regalo de su personal e intransferible perdón mientras particularmente te llama a ti mismo -sólo a tí- por tu nombre.


Joaquín (Párroco)

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