El Papa Francisco confesándose en la pasada jornada de las 24 horas
Dentro de mi turno de “24 horas con el Señor” en la Iglesia de “Las Esclavas”, pasadas las ocho de la mañana y en la penumbra y silencio de la iglesia, a través de la celosía del confesonario, una señora acostumbrada y preparada comenzaba por medio del sacerdote (que para atenderla cerraba con su marcapáginas “El cura de Ars”) su particular encuentro con el Señor, testigo directo, nada menos, desde la custodia en santa exposición.
Su relato
sereno de tribulaciones, dudas, miserias y zancadillas del maligno, nos dieron por
medio del Espíritu invocado la oportunidad pausada de liberar su alma y
conciencia, de esponjar su corazón, purificar actitudes y objetivar intenciones
bajo el secreto cómplice y el abrazo amoroso del buen Padre que conoce a cada
hijo y que en ese encuentro personal lo llama por su nombre. Enjundiosa
reconciliación la primera, a la que en esa hora siguieron otras tres, hasta las
nueve.
Es evidente que
en estos tiempos el regalo del sacramento de la penitencia no está debidamente
valorado y que a pesar de la Exhortación Apostólica “Reconciliatio et Paenitentia”, lo recogido en los cánones 960-963
del C.I.C. y demás documentos Magisteriales y pronunciamientos del Pontificio Consejo para la interpretación de
los textos legislativos, bastantes fieles y algunos sacerdotes buscan
acomodados sucedáneos a este hermoso obsequio de la gracia divina que,
finalmente, han de frustrar la intimidad e individualidad de un encuentro
personal con Dios que paternalmente habrá de ajustar la intensidad del abrazo (abrazo y encuentro en cualquier caso) al
oído de las circunstancias particulares, quedando privado en suma de éste el “investigador” del cariño y del perdón amoroso
de Dios, lo cual, pese al deseo y necesidad, generará en el mismo un “mal sabor
de boca” y extraño sentimiento de ineficacia de lo realizado.
Es evidente que
me estoy refiriendo a “las ofertas” de las absoluciones colectivas: ¿Cómo es
posible que en el barullo y revoltijo humano de una celebración plural pueda
valer para mí (que “ni robo, ni mato, ni
trato de hacer mal a nadie”) lo mismo que para el que “roba, mata o hace daño”?; ¿Cómo pueden mezclarse las complejas
situaciones personales de cada individuo y meter estas en el mismo saco de una oración
penitencial compartida que automáticamente lleva a una absolución general para
todos, sin saber quién es quién?
Tengo para mí
que por comodidad y torpe pudor (constatado
por testimonios) la experiencia de una absolución general puede ser más
frustrante que la exigencia del paso valiente de arrodillarse ante Dios
reconociéndose pecador y esperando de él -sin
duda- el amoroso regalo de su personal e intransferible perdón mientras
particularmente te llama a ti mismo -sólo
a tí- por tu nombre.
Joaquín
(Párroco)
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