Hace unos días ha pasado por aquí un grupo de voluntarias de Cáritas de una parroquia vecina para conocer nuestros proyectos, especialmente en el tema de empleo. Buena gente, entregada, solidaria, acompañadas por la trabajadora social de la zona que es quien anda coordinando y animando sus proyectos.
Una de ellas me decía que Cáritas es muy importante porque es el gran signo de la Iglesia ante los no creyentes, que nuestro mejor y mayor testimonio es la atención a los pobres.
Mi respuesta fue llevarlas a ver la capilla de la adoración perpetua. Creo que se sorprendieron, como si no acabaran de comprender el misterio de la adoración y la contemplación. Normal, es un escándalo.
Cáritas hace una labor extraordinaria, qué me van a contar si llevo en el ajo toda mi vida. Pero lo que hace Cáritas lo hace Cruz Roja y lo hacen multitud de ONGs. ¿Qué significa? Pues eso, que somos buena gente, tan buena gente como un voluntario de Cruz Roja o cualquier miembro de una asociación filantrópica. Pero nada más.
Lo que escandaliza porque no se comprende es la capilla de adoración perpetua. En un mundo donde todo es actividad, eficacia, hacer, programar, donde todos andamos a la carrera, locos por sacar dinero, coleccionar títulos y diplomas, un mundo en el que cada minuto dependemos de internet, un guasap, el mail. Mundo de ejecutivos y masters, mundo contra reloj donde las 24 horas de cada día son tan escasas.
En este mundo tan estresante y necesitado de eficacia, de repente, en un barrio perdido, una capilla sin más adorno que Cristo presente en la custodia. En esa capilla, mañana, tarde o noche, madrugada incluida, siempre gente que, a los ojos del mundo, no hace absolutamente NADA. No hay ordenadores, conexión a internet ni videojuegos. No se reciben diplomas de asistencia ni se logran créditos académicos. No se ayuda a nadie físicamente ni se obtiene una compensación económica. Pero hay mucha gente que va y se pasa horas… ¿Gente ociosa? No…
Por la capilla pasa A., investigador y escritor, con trabajo hasta arriba. También acude J., estudiante, que justo en los días de exámenes está un poquito más. Y M. una señora mayor, que pasa horas desgranando las cuentas del rosario mientras se acuerda de sus hijos y nietos. Ancianos y niños, jóvenes y adultos, trabajadores estresados y también los que están en paro. Nada que hacer, nada que recibir, nada. Nada de nada. A los ojos del mundo el tiempo más inútil, el peor negocio. Sin embargo siempre gente, siempre presencia, siempre, hasta en las más escondidas horas de la madrugada.
Los no creyentes no solo no lo aceptan sino que se escandalizan. Como se escandalizan de los monjes y monjas de clausura que a los ojos del mundo nada hacen. Cuántas veces incluso los mismos creyentes nos echamos las manos a la cabeza casi exigiendo el fin de toda clausura para hacer, siempre hacer, siempre actividad.
Necesitamos monjes y monjas contemplativos. Necesitamos lugares de contemplación como son estas capillas de adoración que muestren al mundo que solo Dios basta. Hacemos y hacemos tantas cosas, pero no sabemos ni por qué ni para qué. Somos como ese padre de familia que trabaja y trabaja por los suyos pero que jamás tiene un minuto para decir a su esposa que la quiere y pasar una tarde con ella mirándose a los ojos.
El escándalo, el interrogante ante el no creyente no es tanto hacer cosas para y por los pobres, como cualquier ONG. Es mostrar, con la propia vida, con una apuesta fuerte por la contemplación, que Dios lo es todo, y que solo Él basta.
Algo grande tiene que ser este Dios cuando por Él los ejecutivos, los estudiantes, las amas de casa, los niños y los jóvenes dejan todo y se están con Él. No se comprende, piensan que habrá algún truco. No hay nada. Dios lo llena todo.
Jorge Glez. Guadalix
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