Lo confieso
Me dispongo a escribir en esta última tarde del año 2013 para hacerles una terrible confesión: soy católico. Sí, sí. Como lo han oído: soy católico. Ya se sabe que en España, en estos tiempos, ser católico es una de las peores cosas que uno puede ser: ya lo sé… Estoy en contra radicalmente del aborto, que me parece un crimen abominable. Fíjense ustedes qué reaccionario soy: una apestado, eso es lo que soy. Y además, integrista: creo todo lo que la Iglesia Católica lleva predicando desde hace unos dos mil años. Y lo creo todo, todo (por lo menos, lo intento). Y no quiero cambiar sustancialmente nada en el Iglesia. Sólo me gustaría que los que formamos parte de la misma fuéramos más santos y más coherentes. Aunque soy un pecador y caigo una y otra vez, estoy conforme con el Catecismo y con el magisterio del Papa y con la tradición apostólica y con la comunión de los santos y con los sacramentos… Creo que el matrimonio es indisoluble. Ya lo sé, ya lo sé: no se puede ser más oscurantista, reaccionario y fanático. Soy parte de la caverna pura y dura. Soy una vergüenza para esta España progresista, abierta y liberal: una pústula maloliente, una espinilla purulenta y supurante, una erupción en las narices de la España «progre». Soy un torquemada nostálgico del nacionalcatolicismo, un fascista… Estoy perdido: estoy entre lo peor de la extrema derecha de este país. Y todo por estar en contra del aborto, por ir a misa los domingos y fiestas de guardar; por educar a mis hijos conforme a lo que manda la Santa Madre Iglesia; por defender el matrimonio indisoluble entre un hombre y una mujer y la familia tradicional. ¡Qué lástima! ¡Estoy echado a perder!
Sí, efectivamente: soy un caso perdido. El matrimonio homosexual me parece un paso más de liberales, laicistas, socialistas y demás enemigos de Cristo para acabar con la familia. Primero lo intentaron proclamando el amor libre y atacando el matrimonio. ¿Recuerdan ustedes? «Casarse es de carcas reaccionarios, propio de burgueses que pretenden perpetuar su ideología rancia», decían. «El amor auténtico no necesita que se firmen contratos ni papeles», afirmaban. «Vivimos juntos y ya está. Y si nos cansamos el uno del otro, cada uno por su lado y no hace falta pagar abogados ni nada», explicaban ufanos. Pero la gente se seguía casando y, salvo honrosas y muy minoritarias excepciones, no les hacía ni puñetero caso a los progresistas, feministas y demás… Y es que la gente es tan fascista y tan retrógrada… Y venga a casarse y a tener hijos y a formar familias reaccionarias que tenían bebés reaccionarios y cavernarios… Y entonces decidieron cambiar de estrategia y todos estos progresistas, liberales, laicistas, socialistas y demás ralea (los enemigos de Cristo y de la Iglesia en general) decidieron que como la gente se empeñaba en casarse, había que desvirtuar el matrimonio y convertir cualquier cosa en «matrimonio». «Si se aman, ¿por qué no se van a casar?», empezaron a decir entonces los mismos que cinco minutos antes clamaban contra el matrimonio y la familia. Y gais, lesbianas, transexuales, travestís y demás homosexuales y homosexualas decidieron que desde ese momento, nada de «amor libre»; que todos a casarse y a inventar nuevos modelos de familia. Y así consiguieron que desaparecieran los conceptos de «padre» y «madre» del código civil y que los cambiaran por «progenitor A» y «progenitor B». Y todos fueron mucho más felices, igualitarios y progresistas.
¿Todos? No, todos no. Unos pocos católicos reaccionarios e integristas siguieron resistiendo, los muy fachas. Y nos negamos a aceptar como algo normal el matrimonio homosexual. Y nos negamos a aceptar que el aborto fuera un derecho de la mujer, en vez de un crimen espantoso. Y nos negamos a aceptar que el Estado se convirtiera en el educador moral de nuestros hijos; y nos negamos a tragar con asignaturas adoctrinadoras diseñadas especialmente contra los católicos: no contra los obispos, que estos no tienen hijos; sino contra los padres católicos que nos empeñamos en trasmitir la fe y los principios morales católicos a nuestros hijos.
Vivimos en una sociedad española que ha apostatado mayoritariamente. La mayoría de los españoles ya no son católicos: han renegado del Dios de sus padres, del Dios de Jesucristo y de la Iglesia y han adorado a los ídolos del bienestar y han querido construir el paraíso en este mundo porque ya no creen que haya otro. Ya no creen que haya cielo ni infierno ni juicio ni Dios, ni Cristo que lo fundó. La mayoría de los españoles sólo creen en sus barrigas: comamos y bebamos que mañana moriremos. Ya no hay pecados ni mandamientos ni arrepentimientos ni confesiones. Por eso todo el mundo roba lo que puede; por eso hay tanta corrupción; por eso hay tantos divorcios, tantos adulterios, tantos abortos; tantas familias sin empleo; tantos desahucios. Por eso se negocia y se pacta con terroristas: porque ya no hay vergüenza ni pudor a la hora de hacer el mal o de pactar con el mismísimo Satanás. Porque se elogia y se pregona el vicio, la corrupción, la pornografía, la pederastia… En una sociedad de apóstatas no resulta extraño que abunde cada vez más la pornografía infantil y la corrupción y los abusos a menores. En una España apóstata que desconoce la existencia de cualquier clase de código ético que sustente conceptos como «honor», «honradez» y «decencia», no tiene por qué llamarnos la atención ni por qué escandalizarnos que se maltrate a las mujeres, a los niños o a los ancianos; ni tiene por qué extrañarnos que se reclame el derecho a matar a discapacitados, enfermos o ancianos bajo el eufemismo (siempre hay un eufemismo) de «derecho a una muerte digna». Todo llegará.
Pero, «aunque todos los súbditos en los dominios del rey le obedezcan, apostatando de la religión de sus padres, y aunque prefieran cumplir sus órdenes, yo, mis hijos y mis parientes viviremos según la alianza de nuestros padres. El cielo nos libre de abandonar la ley y nuestras costumbres. No obedeceremos las órdenes del rey, desviándonos de nuestra religión a derecha ni a izquierda». La cita, cuyo contenido hago mío, es del Libro de los Macabeos. Yo no estoy dispuesto a apostatar. Soy un caso perdido. No renuncio a la fe que me trasmitió mi abuela. No renuncio a la fe que edificó la iglesia de mi pueblo hace más de mil años: la iglesia más hermosa, más bella del mundo, la Iglesia de Santiago de Gobiendes, donde me bautizaron, donde hice mi primera comunión y mi primera confesión; donde me casé y junto a cuyos muros espero descansar algún día, cuando Dios me llame a su lado. Proclamo que mi único Rey verdadero es Cristo y que hay que obedecer a Dios antes que a los hombres. Y además confieso que amo a mi madre del cielo, la Santísima Virgen María, mi queridísima Santina de Covadonga.
¿Se puede ser más oscurantista y cavernario? Lo confieso. Sí, soy un reaccionario y un integrista de extrema derecha: eso dicen los que saben de estas cosas de poner etiquetas y clasificar a las gentes. Lo dicen los tertulianos de radio y televisión. Y los columnistas progres y los editoriales de los periódicos más leídos. Los que vamos a misa los domingos y creemos en Dios y nos sentimos orgullosos de pertenecer a la Iglesia Católica somos todos unos fachas de extrema derecha, reaccionarios e integristas, porque decimos que el aborto es un crimen abominable y que el matrimonio es la unión indisoluble de un hombre y una mujer que se aman y quieren formar una familia y educar a los hijos que Dios les dé. Eso dicen los que saben y opinan sobre todo lo opinable… Sin embargo, el Papa Francisco parece ser que les gusta un montón a esos mismos medios de comunicación, columnistas y tertulianos porque, parece ser que va a cambiar no sé qué cosas… No entiendo nada. Pero sí: confieso que soy católico practicante.
Pedro Luis Llera Vázquez
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