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domingo, 1 de diciembre de 2013

Los ojos abiertos

 
El Señor, hablando de su segunda venida, nos exhorta a la vigilancia, a
estar en vela, a estar preparados (cf Mt 24,37-44).
Comentando este pasaje evangélico, San Gregorio Magno escribe: “Vela el que tiene los ojos abiertos en presencia de la verdadera luz; vela el que observa en sus obras lo que cree; vela el que ahuyenta de sí las tinieblas de la indolencia y de la ignorancia”.

1º) Velar es, en primer lugar, abrir los ojos y mantenerlos abiertos para reconocer la presencia de la verdadera luz, que es Cristo, nuestro Señor. San Pablo dice a los romanos: “Daos cuenta del momento en que vivís; ya es hora de espabilarse, porque ahora nuestra salvación está más cerca que cuando empezamos a creer” (Rm 13,11).

El Adviento nos invita y nos estimula a captar la presencia del Señor en medio de nosotros: “La certeza de su presencia, ¿no debería ayudarnos a ver el mundo de otra manera? ¿No debería ayudarnos a considerar toda nuestra existencia como una “visita‟, como un modo en el que Él puede venir a nosotros y estar cerca de nosotros, en cualquier situación?”, se preguntaba el Papa Benedicto XVI en una homilía de Adviento.

Si nos dejamos cegar por las prisas, por la rutina, por la mediocridad, seremos incapaces de advertir la presencia del Señor en nuestras vidas. Sin la conciencia de su cercanía nos dejaríamos vencer por el hastío y el cansancio. Debemos hacer nuestra la oración del Salmo 24: “A ti, Señor, levanto mi alma: Dios mío, en ti confío; no quede yo defraudado; que no triunfen de mí mis enemigos, pues los que esperan en ti no quedan defraudados”.

2º) “Vela el que observa en sus obras lo que cree”. En cierto sentido, somos lo que hacemos. En nuestras acciones se plasma de forma concreta nuestro querer, nuestro hacer y nuestro ser. No podemos ser generosos si no hacemos real en nuestras actuaciones la generosidad. No podemos, coherentemente, salir al encuentro de Cristo si en nuestras obras rechazamos a Cristo olvidándonos de los hermanos (cf Mt 25,45). La vigilancia nos exige, pues, coherencia, armonía entre la fe y la vida: “Conduzcámonos como en pleno día, con dignidad” (Rm 13,13).

3º) “Vela el que ahuyenta de sí las tinieblas de la indolencia y de la ignorancia”. La indolencia es la pereza, la insensibilidad, la indiferencia. Es todo lo contrario del dinamismo que pide el caminar al encuentro del Señor: “Venid, subamos al monte del Señor, a la casa del Dios de Jacob”, exhorta Isaías (Is 2,1-5). Sin dar un paso, inmovilizados por nuestra desgana, no podemos marchar por las sendas de la salvación.



También la ignorancia nos mantiene en las tinieblas, en la ausencia de luz, en la lejanía de Dios. En el desconocimiento de Dios, que es la mayor de las ignorancias, se halla el principio y la explicación de todas las desviaciones morales (cf Rm 1,18-32). Ahuyentar la ignorancia implica reconocer a Dios y orientar hacia Él nuestras vidas.

El Señor viene, está presente y nos visita. Él disipa las sombras y nos permite contemplar las cosas de un modo nuevo; su gracia nos empuja con suavidad y firmeza para que caminemos guiados por su luz.
 
Guillermo Juan Morado.

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