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sábado, 14 de diciembre de 2013

Devociones: ¿es algo desfasado?

En aquellas oraciones y prácticas piadosas que nutrían la fe de mi abuela he encontrado mucha compañía y aliento
 
Juan Manuel de Prada
 
 
 
Hubo un tiempo no demasiado lejano en que, misteriosamente, las devociones religiosas fueron vistas con suspicacia. Encomendarse a los santos se consideraba casi un signo de atraso o una superstición; y hasta rezar a la Virgen era visto con una suerte de hastiada displicencia.

Recordar estas cosas suele acarrearme animadversiones y malquerencias, pero como yo lo he vivido, no necesito que nadie me lo cuente. Yo he escuchado a algún sacerdote aleccionar a su feligresía, amonestándola por dedicar sus oraciones a los santos, en lugar de dirigirse directamente a Dios; y, allá en la infancia, algún catequista inflamado de ardores protestantoides me ha abroncado por narrar a los demás catecúmenos episodios milagrosos de la vida de santa Rita de Casia y por aconsejarles que recurrieran a ella cuando se les presentase alguna situación peliaguda de muy difícil solución, tal como me había recomendado mi abuela Ceferina que yo hiciera (y los resultados, por cierto, habían sido más que halagüeños).


Yo me sabía de memoria la vida de santa Rita porque mi abuela recibía una revista mensual en la que se incluía, al final de cada número, un folletín hagiográfico por entregas sobre la agitada vida de la patrona de las causas imposibles.

Yo se lo leía a mi abuela, que padecía de cataratas, en voz alta, con sumo placer; y mi abuela, aprovechando mi disposición, me retenía para rezar juntos el rosario.

Con ella aprendí muchas oraciones, jaculatorias y prácticas piadosas dedicadas a santa Rita y a san Antonio de Padua, sus santos predilectos; y en su compañía acudí a muchas novenas dedicadas a la Virgen del Tránsito (que, por entonces, daba nombre a muchas zamoranas, entre ellas mi madre y mi hermana) y a María Auxiliadora (en esta última, los salesianos obsequiaban a los asistentes con una estampas chulísimas, que yo guardaba como cromos de una colección preciosa).

Supongo que a mi abuela también le darían mucho la tabarra, tratando de persuadirla de que sus devociones estaban desfasadas; pero ella era un poco sorda, o fingía serlo, y no hizo nunca ni puñetero caso de estas reconvenciones.

Murió rezándole a santa Rita y a san Antonio con un rosario enredado entre los dedos, como Dios manda, y no como mandaban los modernos de la época.


Todo este largo preámbulo para confesar que aquellas devociones de mi abuela han seguido alimentando mi fe desde entonces. Y que, en los momentos más ásperos y angustiados he recurrido –casi sin pretenderlo– a ellas; y, como un ejército tutelar, aquellas palabras dulces y consoladoras han exorcizado muchas veces los nubarrones que merodeaban por mi alma.

Tal vez esta confesión pueda parecer un desahogo sentimental, pero lo cierto es que en aquellas oraciones y prácticas piadosas que nutrían la fe de mi abuela he encontrado mucha compañía y aliento, y que me han servido para entender mejor muchos misterios de la fe, empezando por la comunión de los santos.


Tal vez los que pretendían cargarse las prácticas devotas de los sencillos sabían que era el mejor modo de dejarlos solos y descomulgados.

Artículo publicado originalmente en la revista Misión.

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