D. Santiago en la procesión de Santa Isabel del año pasado
El tiempo pasa, y mientras va pasando va marcando la
llegada, la parada y la partida de todo hombre .Es algo que tenemos asumido
teóricamente, aunque en la práctica cueste algo más. Digo en la práctica,
porque cuando realmente constatamos las ausencias es cuando notamos que algo
falta en el conjunto paisajístico del día a día. Éste es el caso de D.
Santiago, cuya partida ha dejado un notable hueco entre los paseantes de la
ciudad de Oviedo, en la que residió estos últimos años y donde saludaba a todos
con igual afecto y especial escenografía a sus paisanos, a los que llamaba
levantando en alto el bastón con
su grito de guerra : ¡Vivan los de Cangas!.
El Reverendo Santiago Pérez García pasará a la historia
por ser conocido “internacionalmente” como “Xilindrín”,
mote del que se sentía en cierta medida orgulloso pues le venía de su padre, y
que era utilizado incluso por el Sr. Arzobispo emérito, Monseñor Díaz Merchán. D.
Santiago era un hombre con mucha historia y siempre tenía tiempo de recordarte
alguna de sus mil y una aventuras y batallas. Entre éstas, no se puede omitir
la de su “Consejo de Guerra por Alta Graduación”, lo que le llevó a estar detenido al confundirle con
otro Santiago Pérez, natural de Tineo y de profesión minero. Monseñor Lauzurica
intervino entonces aclarando el entuerto y salvándolo de ir a parar al penal de
Santoña. El buen cangués nunca olvidó aquel gesto en el que el Arzobispo se
implicó hasta el final para poder ayudarle. Pero, por si esto fuera poco,
Monseñor siempre se mostró disponible
para lo que necesitase, y el joven cura, agradecido, siempre que se
acercaba a Oviedo pasaba por Palacio a saludar a su Prelado, el cual, al tiempo
generoso, también le daba una buena propinilla para ayudarle económicamente pues
bien sabía el Ordinario que sus Parroquias eran tan pobres que no tenían ni
rectoral, y el cura tenía que vivir en una fonda donde siempre le cobraron la
cama, aunque nunca la comida.
Le tocó una época difícil donde los recelos, envidias y
denuncias de guerra aún estaban muy presentes y las heridas aún muy abiertas.
Don Santiago era un hombre peculiar, sí;
de esos que no tienen copia, pero
con un corazón lleno de una bondad inagotable. Encajaba en su personalidad la brutalidad
de la montaña y la sensibilidad de las cosas de Dios. La gente sabía cómo era,
y le querían tal cual y no querían otro,
pues éste era de los suyos. Fuerte como un toro. Creo que un día fue a ver en
su habitación de la Casa Sacerdotal a su amigo D. Julio Villanueva, y se
encontró que éste yacía en el suelo por una caída; D. Santiago ni corto ni
perezoso se puso a levantarlo (¡y lo hizo!) sin llamar a nadie antes… ¡Genio y
figura hasta el final!
Mientras la salud se lo permitió, siguió pasando temporadas
en su querida villa de Cangas del Narcea, donde iba por navidad, semana santa y algunas fechas destacadas. Nunca dejó de frecuentar
sus Parroquias de Leitariegos, cuyo anterior párroco (con el que le unía una
gran amistad ) le invitaba para predicar alguna que otra fiesta como la de San
Vicente en Naviego, y para las celebraciones del cumplimiento pascual y otras
tantas solemnidades… ¡con que alegría presumía él de su carnet de conducir!,
pues era toda una fuente de autoestima que le reafirmaba como hombre útil y activo.
Hay otra simpática anécdota que tampoco quiero olvidar.
Un sábado que vino a Lugones a una fiesta, se quedó a comer y, cómo no, a la
sobremesa. Era ya tarde y el Párroco tenía la misa de las séis “encima”, por lo que llamó a un taxi y encomendó
a dos fieles colaboradores que acompañaran a Xilindrín para que no se “perdiese”
por el camino. Dicho y hecho; subió D. Santiago encantado y hablando con todos.
Justo en el momento en que pasaban
por delante de San Juan el Real, el
cura cangués estaba hablando sobre su vinculación familiar a Lugones que dijo:
claro yo estoy adscrito a esta parroquia (señalando a los sacristanes que iban
en la parte de atrás). Entonces, el taxista le preguntó: ¿En cuál; en ésta San
Juan el Real?, a lo que D. Santiago contesto: No hombre, no, en Lugones. Quién
le iba decir a Don Santiago que su carroza iría engalanada con una corona sin
más texto que ``Parroquia de San Felix de Lugones´´; esa parroquia y su párroco
(al que conoció en Cangas) y a los que tan unido se sentía .
Tuvo
buena vida Don Santiago, teniendo
en cuenta sus achaques y
goteras. Firme y consciente hasta el final, sabía que se
moría; y en la soledad y silencio de su habitación de la Casa Sacerdotal, rotos
sólo por “el silencio” de un crucifijo y un rosario sobre la mesita de noche, le
llamó el Señor en la noche del uno de julio. A pesar de haber pedido auxilio al
enfermero a la hora de acostarse, nadie le escuchó; pues a menudo las palabras
de un viejo son fruto de “la chochera”. Ocurrió tal vez aquí aquello del cuento
del lobo, o quizá el buen Dios quiso reservarse para ambos aquél definitivo
encuentro.
Así, en la mañana del tres de julio, volvía D. Santiago
a su querida tierra; a su hermoso pueblo de Santa Marina de Obanca, donde todo el
pueblo aguardaba la llegada del féretro, el cual pasó por última vez ante su propia
casa antes de ser llevado al templo para
su velatorio. Tras el solemne funeral cantado por una coral, era trasladado al
cementerio próximo a la Iglesia de Santa Marina, tal y como él tantas veces
había manifestado como deseo a sus sobrinas “Fifi” y “Placer”. Allí, en el
panteón familiar, situado en la parte baja de la necrópolis, hermoso mirador de
la ciudad de Cangas, descansan sus restos a la espera de la resurrección, bajo
una lápida de mármol blanca sin más
nombre o indicación que: “Casa la Prieta”. Desde allí, en fugaz visita con D.
Joaquín, vislumbrado la subida hacia el
Santuario del Acebo, me vino a la cabeza su himno, el cuál cambié en mi rezo
para decir: “Virgen del Acebo, servidora fiel, muéstrale ya a Cristo, llévale a
Él”. ¡Amén!
Rodrigo Huerta Migoya
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