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sábado, 9 de noviembre de 2013

Creo en la resurección de la carne y en la vida eterna

 
Los saduceos formaban un importante grupo religioso dentro del judaísmo. No creían ni en la inmortalidad del alma ni en la resurrección de los muertos y, en consecuencia, tampoco en la recompensa o castigo después de la vida presente. Se remitían a los cinco libros del Pentateuco, los únicos que ellos reconocían, en los que, de modo explícito, no se habla de la resurrección. La pregunta que aquellos saduceos dirigen a Jesús no busca aclarar una duda, sino que es una pregunta malintencionada, pretendiendo asechar al Señor.

Por razones distintas a las de los saduceos, también hoy son muchos los que no creen en la resurrección de los muertos y en la vida eterna. No solo ateos o agnósticos, sino incluso bastantes católicos: “llama la atención que no pocos de los que se declaran católicos, al tiempo que confiesan creer en Dios, afirman que no esperan que la vida tenga continuidad alguna más allá de la muerte”, escribían en 1995 los obispos de la Comisión Episcopal para la Doctrina de la Fe.

En realidad, la fe en la resurrección de los muertos es una consecuencia de la fe en Dios. Así lo explica Jesús: “que resucitan los muertos, el mismo Moisés lo indica en el episodio de la zarza, cuando llama al Señor: ‘Dios de Abrahán, Dios de Isaac, Dios de Jacob’. No es Dios de muertos, sino de vivos” (Lc 20,37-38).

Dios es nuestro creador. Nos ha hecho de la nada, pero en la omnipotencia de su amor no permite que volvamos a la nada. Los mártires Macabeos, cuando se enfrentaron a la prueba, se mantuvieron firmes basándose en la fidelidad de Dios, en la seguridad de que Él no abandonaría después de la muerte a los que, en esta vida, confesaron su fe hasta la muerte: “Vale la pena morir a manos de los hombres cuando se espera que Dios mismo nos resucitará” (cf 2 M 7,9-14).

Jesús nos dice: “Yo soy la resurrección y la vida” (Jn 11,25). Lo que el hombre no puede hacer - dar vida a un muerto - Jesús sí lo puede hacer. Él ha vencido la muerte resucitando glorioso del sepulcro. Por la virtud de la Resurrección de Cristo, Dios, en el último día, también “dará definitivamente a nuestros cuerpos la vida incorruptible uniéndolos a nuestras almas” (Catecismo 997).

¿Cómo será nuestra resurrección? La doctrina de la Iglesia sostiene la esperanza pero no satisface la curiosidad: “Este ‘cómo ocurrirá la resurrección’ sobrepasa nuestra imaginación y nuestro entendimiento; no es accesible más que en la fe” (Catecismo 1000). Entre el cuerpo terreno y el cuerpo resucitado habrá, a la vez, continuidad – será el mismo cuerpo – y discontinuidad – será un cuerpo glorioso, transformado - , a semejanza de lo que ya aconteció con el cuerpo de Jesucristo.


Lejos de despreciar el cuerpo, el Cristianismo lo ennoblece. Un cuerpo humano ha sido, por la Encarnación, el cuerpo del Hijo de Dios. El cuerpo es, por consiguiente, “bueno y digno de honra, ya que ha sido creado por Dios y ha de resucitar en el último día” (Gaudium et spes, 14).

En la Eucaristía se anticipa la transformación de lo terreno en celeste y de lo carnal en lo espiritual. En la comunión nos alimentamos con el “remedio de inmortalidad”, con el “antídoto para no morir”, dice San Ignacio de Antioquía.

Guillermo Juan Morado.

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