HOMILÍA DEL SANTO PADRE
FRANCISCO
Plaza de San Pedro
Domingo 29 de septiembre de 2013
Domingo 29 de septiembre de 2013
1. «¡Ay de los que se fían de Sión,... acostados en lechos de marfil!»
(Am 6,1.4); comen, beben, cantan, se divierten y no se preocupan por los
problemas de los demás.
Son duras estas palabras del profeta Amós, pero nos advierten de un peligro
que todos corremos. ¿Qué es lo que denuncia este mensajero de Dios, lo que pone
ante los ojos de sus contemporáneos y también ante los nuestros hoy? El riesgo
de apoltronarse, de la comodidad, de la mundanidad en la vida y en el corazón,
de concentrarnos en nuestro bienestar. Es la misma experiencia del rico del
Evangelio, vestido con ropas lujosas y banqueteando cada día en abundancia; esto
era importante para él. ¿Y el pobre que estaba a su puerta y no tenía para
comer? No era asunto suyo, no tenía que ver con él. Si las cosas, el dinero, lo
mundano se convierten en el centro de la vida, nos aferran, se apoderan de
nosotros, perdemos nuestra propia identidad como hombres. Fíjense que el rico
del Evangelio no tiene nombre, es simplemente «un rico». Las cosas, lo que
posee, son su rostro, no tiene otro.
Pero intentemos preguntarnos: ¿Por qué sucede esto? ¿Cómo es posible que los
hombres, tal vez también nosotros, caigamos en el peligro de encerrarnos, de
poner nuestra seguridad en las cosas, que al final nos roban el rostro, nuestro
rostro humano? Esto sucede cuando perdemos la memoria de Dios. “¡Ay de los que
se fían de Sión!”, decía el profeta. Si falta la memoria de Dios, todo queda
rebajado, todo queda en el yo, en mi bienestar. La vida, el mundo, los demás,
pierden la consistencia, ya no cuentan nada, todo se reduce a una sola
dimensión: el tener. Si perdemos la memoria de Dios, también nosotros perdemos
la consistencia, también nosotros nos vaciamos, perdemos nuestro rostro como el
rico del Evangelio. Quien corre en pos de la nada, él mismo se convierte en
nada, dice otro gran profeta, Jeremías (cf. Jr 2,5). Estamos hechos a
imagen y semejanza de Dios, no a imagen y semejanza de las cosas, de los
ídolos.
2. Entonces, mirándoles a ustedes, me pregunto: ¿Quién es el catequista? Es
el que custodia y alimenta la memoria de Dios; la custodia en sí mismo y sabe
despertarla en los demás. Qué bello es esto: hacer memoria de Dios, como la
Virgen María que, ante la obra maravillosa de Dios en su vida, no piensa en el
honor, el prestigio, la riqueza, no se cierra en sí misma. Por el contrario,
tras recibir el anuncio del Ángel y haber concebido al Hijo de Dios, ¿qué es lo
que hace? Se pone en camino, va donde su anciana pariente Isabel, también ella
encinta, para ayudarla; y al encontrarse con ella, su primer gesto es hacer
memoria del obrar de Dios, de la fidelidad de Dios en su vida, en la historia de
su pueblo, en nuestra historia: «Proclama mi alma la grandeza del Señor...
porque ha mirado la humillación de su esclava... su misericordia llega a sus
fieles de generación en generación» (cf. Lc 1,46.48.50). María tiene
memoria de Dios.
En este cántico de María está también la memoria de su historia personal, la
historia de Dios con ella, su propia experiencia de fe. Y así es para cada uno
de nosotros, para todo cristiano: la fe contiene precisamente la memoria de la
historia de Dios con nosotros, la memoria del encuentro con Dios, que es el
primero en moverse, que crea y salva, que nos transforma; la fe es memoria de su
Palabra que inflama el corazón, de sus obras de salvación con las que nos da la
vida, nos purifica, nos cura, nos alimenta. El catequista es precisamente un
cristiano que pone esta memoria al servicio del anuncio; no para exhibirse, no
para hablar de sí mismo, sino para hablar de Dios, de su amor y su fidelidad.
Hablar y transmitir todo lo que Dios ha revelado, es decir, la doctrina en su
totalidad, sin quitar ni añadir nada.
San Pablo recomienda a su discípulo y colaborador Timoteo sobre todo una
cosa: Acuérdate, acuérdate de Jesucristo, resucitado de entre los muertos, a
quien anuncio y por el que sufro (cf. 2 Tm 2,8-9). Pero el Apóstol puede
decir esto porque él es el primero en acordarse de Cristo, que lo llamó cuando
era un perseguidor de los cristianos, lo conquistó y transformó con su
gracia.
El catequista, pues, es un cristiano que lleva consigo la memoria de Dios, se
deja guiar por la memoria de Dios en toda su vida, y la sabe despertar en el
corazón de los otros. Esto requiere esfuerzo. Compromete toda la vida. El mismo
Catecismo, ¿qué es sino memoria de Dios, memoria de su actuar en la historia, de
su haberse hecho cercano a nosotros en Cristo, presente en su Palabra, en los
sacramentos, en su Iglesia, en su amor? Queridos catequistas, les pregunto:
¿Somos nosotros memoria de Dios? ¿Somos verdaderamente como centinelas que
despiertan en los demás la memoria de Dios, que inflama el corazón?
3. «¡Ay de los que se fían de Sión», dice el profeta. ¿Qué camino se ha de
seguir para no ser «superficiales», como los que ponen su confianza en sí mismos
y en las cosas, sino hombres y mujeres de la memoria de Dios? En la segunda
Lectura, san Pablo, dirigiéndose de nuevo a Timoteo, da algunas indicaciones que
pueden marcar también el camino del catequista, nuestro camino: Tender a la
justicia, a la piedad, a la fe, a la caridad, a la paciencia, a la mansedumbre
(cf. 1 Tm 6,11).
El catequista es un hombre de la memoria de Dios si tiene una relación
constante y vital con él y con el prójimo; si es hombre de fe, que se fía
verdaderamente de Dios y pone en él su seguridad; si es hombre de caridad, de
amor, que ve a todos como hermanos; si es hombre de «hypomoné», de
paciencia, de perseverancia, que sabe hacer frente a las dificultades, las
pruebas y los fracasos, con serenidad y esperanza en el Señor; si es hombre
amable, capaz de comprensión y misericordia.
Pidamos al Señor que todos seamos hombres y mujeres que custodian y alimentan
la memoria de Dios en la propia vida y la saben despertar en el corazón de los
demás. Amén.
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