La oración, además de perseverante, ha de ser humilde. Por eso comienza con el reconocimiento de los propios pecados: “los gritos del pobre atraviesan las nubes y hasta alcanzar a Dios no descansan”, dice el libro del Eclesiástico. La humilde toma de conciencia de lo que somos debe empujarnos a ofrecernos al Señor para ser purificados: “¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador”, rezaba el publicano.
La oración es incompatible con el menosprecio de Dios. “¿Desde dónde hablamos cuando oramos? ¿Desde la altura de nuestro orgullo y de nuestra propia voluntad, o desde ‘lo más profundo’ (Sal 130,1) de un corazón humilde y contrito?”, se pregunta el Catecismo. Atribuirse principalmente a uno mismo, y no a Dios, las buenas obras equivale, en cierto modo, a negar a Dios, ya que todo lo bueno procede de Él.
San Gregorio comenta que “de cuatro maneras suele demostrarse la hinchazón con que se da a conocer la arrogancia”. La primera de ellas es “cuando cada uno cree que lo bueno nace exclusivamente de sí mismo”. El fariseo no se desprende de su yo: “Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo”. De este modo no reconoce la primacía de la acción de Dios. Las buenas obras se deben, en primer lugar, a la gracia de Dios, y solo secundariamente a nuestra colaboración libre con ella.
Se da a conocer también la arrogancia “cuando uno, convencido de que se le ha dado la gracia de lo alto, cree haberla recibido por los propios méritos”. En sentido estricto, frente a Dios no hay “mérito” por parte del hombre: “Entre Él y nosotros, la desigualdad no tiene medida, porque nosotros lo hemos recibido todo de Él, nuestro Creador” (Catecismo, 2007). Los méritos de nuestras obras son dones de Dios que tienen su fuente en el amor de Cristo.
La tercera manifestación de la soberbia, sigue diciendo San Gregorio, se da “cuando se jacta uno de tener lo que no tiene”. La alabanza propia más absurda, desordenada y presuntuosa consistiría en considerarse uno mismo como perfecto, como santo, olvidando que es Dios quien nos santifica.
Finalmente, la cuarta manera de mostrarse la arrogancia se produce “cuando se desprecia a los demás queriendo aparecer como que se tiene lo que aquéllos desean”: “¡Oh Dios!, te doy gracias porque no soy como los demás: ladrones, injustos, adúlteros; ni como ese publicano”, dice el fariseo.
La oración es incompatible con el menosprecio de Dios. “¿Desde dónde hablamos cuando oramos? ¿Desde la altura de nuestro orgullo y de nuestra propia voluntad, o desde ‘lo más profundo’ (Sal 130,1) de un corazón humilde y contrito?”, se pregunta el Catecismo. Atribuirse principalmente a uno mismo, y no a Dios, las buenas obras equivale, en cierto modo, a negar a Dios, ya que todo lo bueno procede de Él.
San Gregorio comenta que “de cuatro maneras suele demostrarse la hinchazón con que se da a conocer la arrogancia”. La primera de ellas es “cuando cada uno cree que lo bueno nace exclusivamente de sí mismo”. El fariseo no se desprende de su yo: “Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo”. De este modo no reconoce la primacía de la acción de Dios. Las buenas obras se deben, en primer lugar, a la gracia de Dios, y solo secundariamente a nuestra colaboración libre con ella.
Se da a conocer también la arrogancia “cuando uno, convencido de que se le ha dado la gracia de lo alto, cree haberla recibido por los propios méritos”. En sentido estricto, frente a Dios no hay “mérito” por parte del hombre: “Entre Él y nosotros, la desigualdad no tiene medida, porque nosotros lo hemos recibido todo de Él, nuestro Creador” (Catecismo, 2007). Los méritos de nuestras obras son dones de Dios que tienen su fuente en el amor de Cristo.
La tercera manifestación de la soberbia, sigue diciendo San Gregorio, se da “cuando se jacta uno de tener lo que no tiene”. La alabanza propia más absurda, desordenada y presuntuosa consistiría en considerarse uno mismo como perfecto, como santo, olvidando que es Dios quien nos santifica.
Finalmente, la cuarta manera de mostrarse la arrogancia se produce “cuando se desprecia a los demás queriendo aparecer como que se tiene lo que aquéllos desean”: “¡Oh Dios!, te doy gracias porque no soy como los demás: ladrones, injustos, adúlteros; ni como ese publicano”, dice el fariseo.
Ninguno de nosotros está libre de la tentación de suplantar a Dios y de colocarse a sí mismo en su lugar, convirtiéndose en adorador del propio yo. Santa Teresa decía que el edificio de la vida cristiana “va fundado en la humildad, mientras más llegados a Dios, más adelante ha de ir esta virtud, y si no va todo perdido”.
Pidamos al Señor este gran don de la humildad para que podamos combatir bien nuestro combate, manteniendo la fe (cf 2 Tm 4,7), de forma que todo lo que hagamos movidos por su gracia nos sirva, no para enorgullecernos, sino para darle a Él toda la gloria.
Guillermo Juan Morado.
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