Hace unos días me contaba su experiencia un sacerdote que tiene la costumbre de visitar las iglesias de los pueblos próximos al lugar donde él descansa unos días durante el verano. “La gente se siente orgullosa de su iglesia y te cuentan con entusiasmo las cosas relacionadas con ella”. Es lógico, porque aquella iglesia es “suya”, es decir, de la comunidad cristiana de aquel pueblo. Quienes han recibido el bautismo y no han renegado públicamente de él y viven allí ahora, son los “dueños” de aquella iglesia, que levantaron, conservaron y trasmitieron.
Esos cristianos la construyeron con esfuerzo, generosidad y, sobre todo, fe. Querían tener un lugar en el que reunirse para la celebración de las fiestas cristianas a lo largo del Año Litúrgico: Navidad, Pascua, Pentecostés, las fiestas de la Virgen y del Patrono, etc. Querían disponer también de un espacio digno para casarse, bautizar a los hijos y celebrar los ritos funerarios. En algunos lugares comenzaron por todo lo alto y levantaron imponentes edificios, que poblaron de retablos e imágenes de gran valor. Con frecuencia, los comienzos fueron más modestos, debiéndose contentar con lo más indispensable, sobre todo, si las poblaciones eran pequeñas. Poco a poco fueron llegando los retablos, las imágenes y los cuadros, fruto de la fe de algunos donantes, que querían cumplir una promesa, agradecer un favor especial o promover la devoción de un santo, o de la Santísima Virgen. Las cofradías fueron muchas veces donantes de imágenes piadosas y artísticas de la Pasión y Muerte del Señor.
Durante siglos, la iglesia ha sido el punto de referencia de la vida del pueblo. Allí se congregaba la gente, domingo tras domingo, para participar en la Santa Misa; allí se celebraba la Cuaresma y la Semana Santa, y las novenas y “meses” que jalonaban el itinerario religioso de aquella comunidad. ¿Quién no recuerda el “mes de mayo” o el “mes de octubre”, la novena de ánimas, de la Inmaculada y del Carmen, o el Triduo de San Antonio?
El correr del tiempo dejó también allí su huella: salían goteras, se resquebrajaba una pared, se hundía parte del campanario o del tejado. Fue necesario, además, incorporar las mejoras que imponía el progreso: megafonía, cambio del pavimento, bancos, etc. No importaba, porque allí estaba la comunidad cristiana para hacer su aportación laboral y pecuniaria. Gracias a ello, todas las comunidades cristianas han conservado, mejorado y trasmitido la iglesia que ellas recibieron de sus mayores.
Por eso, se puede decir con toda verdad que esas comunidades han sido piedras de fe en todo el sentido de la palabra. Es decir, ellas mismas han sido las piedras vivas con las que se construye la Iglesia, como comunidad de creyentes en Cristo; y ellas han sido capaces de levantar y mantener vivas las piedras de su iglesia, como expresión de su fe y amor a Dios.
Esta tradición no puede interrumpirse, aunque esas comunidades muchas veces sean pequeñas y hasta minúsculas. Además, la solidaridad reclama compartir, de modo que quienes más poseen ayuden a quienes tienen menos posibilidades.
En este marco, desde hace algunos años celebramos una colecta especial durante el mes de agosto, con el fin de que la comunidad cristiana del pueblo y quienes vienen a pasar unos días al lugar donde tienen las raíces de su fe, puedan hacer una aportación especial para seguir conservando y, cuando sea posible, mejorando el inmenso patrimonio que hemos heredado de quienes han sido nuestros padres en la fe. Esa colecta se celebra, precisamente, hoy, domingo 11 de agosto, bajo el lema “Piedras de la fe”.
Ya desde ahora quiero agradecer la generosidad de todos, aunque en muchos casos tenga que expresarse en la forma de la viuda del Evangelio. Dios ve nuestras buenas intenciones y no se dejará ganar en generosidad.
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