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sábado, 13 de julio de 2013

Jesús, el Buen Samaritano

 
El Señor no ha querido abolir la antigua ley, sino llevarla a plenitud. Los mandamientos constituyen un camino de vida; un camino accesible. Para conocerlos y cumplirnos no es preciso “subir al cielo” ni tampoco “atravesar el mar”: “El mandamiento está muy cerca de ti: En tu corazón y en tu boca. Cúmplelo” (cf Dt 30,10-14). Dios, desde la creación, había grabado estos preceptos en el corazón de los hombres, para que, escuchando la voz de la conciencia moral, pudiésemos orientar, según ellos, nuestra vida.
Esta capacidad para descubrir los deberes esenciales que debemos cumplir se ve oscurecida por el influjo del pecado, que aparta nuestra mirada de la verdad y desvía nuestra voluntad del bien. El egoísmo, la soberbia, el interés, la inclinación al mal, nos llevan, con frecuencia, a confundir las cosas, a llamar, en ocasiones, mentira a lo que es verdad, o mal a lo que es bien. ¿Cómo explicar, sin esta penumbra que causa el pecado, la reivindicación como derecho, como algo justo, de lo que, en sí mismo, es injusto? Esta perversión del juicio y del lenguaje se manifiesta en toda su crudeza en nuestro mundo; por ejemplo en la defensa del aborto como un pretendido derecho.

Por ello, se hace necesaria la luz más fuerte de la revelación divina para que, disipando las tinieblas del pecado, podamos saber qué es lo que Dios espera de nosotros y cómo debemos comportarnos si queremos ser auténticamente humanos. Sin esta luz que viene de Dios, nos sentiríamos perdidos. Los Padres de la Iglesia ven, en ese hombre del que habla el Evangelio, que cayó en manos de los bandidos, que fue apaleado y abandonado medio muerto en un camino (cf Lc 10,25-37), una imagen del hombre, golpeado y herido en su naturaleza por el pecado.

Pero esta situación nuestra no ha dejado indiferente el corazón misericordioso de Dios. Para levantarnos de esa postración, para curarnos de la herida del pecado, que todo lo pervierte, y para socorrer nuestra necesidad ha querido acercarse a nosotros. Ha enviado a Jesús como nuestro prójimo, como el Buen Samaritano que nos rescata del abandono. Jesús “pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el mal”. Él sigue también acercándose hoy a cada hombre que sufre en su cuerpo o su espíritu para curar sus heridas, como reza un prefacio de la Liturgia, “con el aceite del consuelo y el vino de la esperanza”.
 


Jesús nos recoge medio muertos y nos lleva a la posada, que es su Iglesia. Como decía San Juan Crisóstomo: “La Iglesia es un hospedaje, colocado en el camino de la vida, que recibe a todos los que vienen a ella, cansados del viaje o cargados con los sacos de sus culpas, en donde, dejando la carga de los pecados, el viajero fatigado descansa, y, después que ha descansado, se repone con saludable alimento”.


Debemos aprender a ser prójimos unos de otros contemplando a Jesús; haciendo nuestra su misericordia, encarnándola en nuestras vidas y practicándola con aquellos que están cerca de nosotros y necesitan nuestra ayuda. El amor, la misericordia, lleva a su plenitud los mandamientos y genera un mundo nuevo en el que la verdad vuelve a ser reconocida como verdadera y el bien como bueno.

Que el Señor transforme con su gracia nuestros corazones para que podamos ser instrumentos dóciles a través de los cuales se manifieste la cercanía de nuestro Dios.
 
Guillermo Juan Morado.

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