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viernes, 5 de julio de 2013

Carta del Sr. Arzobispo

Dejarse enviar

Reconozco que una fibra del corazón quedaba saludablemente tocada por un ejemplo cristiano tan inusual. Uno piensa que sabe tantas cosas, que pocas ya te pueden conmover, y sin embargo siempre hay una vuelta del camino en la que Dios mismo te espera para volverte a sorprender.

Concluye el año pastoral y el comienzo del verano siempre nos sorprende con los habituales balances, cambios y traslados, y apuntes a lápiz para un nuevo curso que está aguardando tras la holganza de unos pocos días de descanso. Dentro de este vaivén fui invitado a una despedida dentro de la oración de la tarde. La iglesia repleta, y un reguero vivaracho de niños, jóvenes, de matrimonios que empezaban junto a otros que mostraban la solera de años de fidelidad enamorada. Amigos, allegados, y un pequeño grupo de sacerdotes entre los que me encontraba.

Tenía ese sabor que tiene el caer de cada tarde. Plegaria serena que pone en las manos de Dios lo que en ese día único que nunca antes había sucedido y que nunca jamás se repetirá hemos logrado escribir en la hoja de la historia cotidiana. Los salmos que se escuchaban con nuestro tono de voz, eran una eterna palabra que pronunciaban nuestros labios, y así también los cantos, los momentos de silencio, como una sinfonía inacabada que el Señor no deja de componer cada día para estrenarla con nosotros.

La despedida como tal tenía unos protagonistas a los que decíamos adiós: un matrimonio todavía joven, largamente bendecido nada menos que con ocho hijos. El más pequeño con apenas unos meses. La más crecida con diecisiete años. Hasta aquí podría parecer algo tan corriente y vulgar que no se entiende lo que tiene de especial. Pero sí que lo tiene, y de una manera tan insólita que acaba siendo ejemplar.

Esta familia es cristiana, y han crecido en su fe y en su pertenencia a la Iglesia a través del Camino Neocatecumenal. En esta experiencia eclesial se da una especial importancia al anuncio de la buena noticia que está en la entraña del cristianismo de todas las épocas: que Dios nos ama, que se ha hecho hombre por amor a nosotros, que dio su vida y que ha resucitado. Dios no es un extraño, a Él le importa nuestra vida, y no se resigna a que nuestras derivas terminen por aplastarnos, sino que inventa mil recursos para volver a empezar regalándonos el don de su perdón y misericordia.

Ya sabemos todo esto, pero lo olvidamos. Y hay pueblos enteros que habiendo interiorizado estas verdades en su cultura, en su historia, por tantas razones lo descuidan y lo traicionan volviéndose a dioses falsos que prometen paraísos que son mentira. Estos cristianos miran al mundo entero como lo miró Jesús cuando envió a sus primeros discípulos: llegad hasta los confines de la tierra y anunciad el evangelio. Y entonces se dejan enviar, se ponen a disposición de la Iglesia, y no temen salir de sus comodidades, de sus seguridades, de sus intereses, para ir a donde se les mande con toda su familia. Ellos va a Austria, al corazón de un país de raíces cristianas al que se le han secado las ramas y son escasos sus frutos.

No estamos hablando de sacerdotes o religiosos, de los que cabría suponer una disponibilidad sin fisuras ni cortapisas para ir a donde haga falta para anunciar a Jesucristo a quienes quieran escuchar. No, estamos hablando de una entera familia que deja patria, lengua, trabajo y hogar. Y fiándose de Dios, con la compañía de la Iglesia y el apoyo de los hermanos de comunidad se lanzan a la aventura misionera. Es algo admirable, un milagro, que nos conmueve con el ejemplo de los cristianos de verdad.

+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo

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