27 de Junio del 2013 - Fernando Manuel Ania
Blanco (Colloto-Granda-Siero)
Desde la inmejorable tribuna que me brinda este diario, quisiera hacer una
reflexión sobre las carencias de los servicios públicos en general, y por otro
lado, la labor callada y poco reconocida de algunas instituciones, que sin
ningún tipo de publicidad hacen llegar al desamparado un soplo de solidaridad
cuando realmente se necesita.
El último día de mayo, mi padre de 96 años sufrió una caída que derivó en
fractura de cadera. Hasta esa fecha era una persona absolutamente independiente
que se desenvolvía haciendo una vida normal para su edad y mantenía animadas
tertulias en el Hotel Piloña de nuestro querido Cangas de Onís. Tampoco tomaba
una triste pastilla y lo único que le limitaba su edad era que ya no podía ir a
echar una varada a su querido Iñasares, su lugar de pesca de salmón de toda la
vida cerca de La Llongar, también en esta localidad. Esta afición que
actualmente es una actividad lúdica, en los duros momentos de la posguerra era
una forma más de ganarse la vida, lo que él supo hacer a la perfección logrando
hasta cinco capturas en un día.
Durante los veintiún días consecutivos que estuvo hospitalizado en Arriondas
superó la fiebre, la anestesia de la intervención quirúrgica, una insuficiencia
renal, otra respiratoria y finalmente una neumonía. En todo este tiempo mi padre
perdió la conciencia y fue degradándose poco a poco, lo que desembocó en una
senilidad irreversible.
El día 21 de junio recibí una llamada telefónica de mi madre diciéndome que
le iban a dar el alta médica, ya que la evolución de la intervención quirúrgica
era satisfactoria y que había superado la neumonía. En este punto mi padre ya
era una persona absolutamente dependiente, no conocía, no hablaba, tenía la
mirada perdida y en cuestión de dos o tres horas tenía que abandonar el
hospital.
En estos momentos se nos cayó el cielo encima. La trabajadora social nos
señaló que había la posibilidad de solicitar asistencia domiciliaria, pero pese
al gran desembolso económico que supondría acondicionar nuestra casa (cama
articulada, colchón especial, baño, puertas, etc), iba a ser insuficiente por su
situación, por lo que nos facilitó una lista de residencias de mayores. También
nos informó que las dependientes de la administración pública estaban saturadas
con una larga lista de espera, por lo que la otra opción era recurrir a una
residencia privada que además de tener un coste superior a los 1.500 mensuales,
en muchos casos llevaba aparejado el desarraigo familiar del enfermo al no
existir ninguna en la localidad de residencia de mis padres. Ello hubiera
supuesto el inevitable desplazamiento diario de mi madre hasta su emplazamiento,
pero mi madre es una persona cercana a los ochenta años de edad, lo que hubiese
sido igualmente dramático.
La luz a esta oscuridad y situación de absoluto desamparo al que debíamos
enfrentarnos en cuestión de dos o tres horas, vino de la mano de los párrocos de
Cangas de Onís y de Lugones (Don Luis Álvarez Suárez y Don Joaquín Serrano
Vila), quienes más allá de su misión pastoral y al enterarse de la situación en
la que nos encontrábamos, buscaron por todos los medios y lograron, que el
Patronato que rige la Fundación Hogar Beceña González en Cangas de Onís,
conociese nuestra situación desesperada, y acogiese a mi padre en esta
Residencia de Ancianos.
En el Hogar Beceña, la Madre Superiora Marcelina, Franciscana Misionera de la
Madre del Divino Pastor, nos estaba esperando a la puerta y nos acogió con una
dulzura y cariño sin límites. Ella personalmente estuvo pendiente desde el
primer momento en atender sus necesidades intentando consolarle en su
inconsciencia hasta que nos alojó en una habitación que muchos hoteles quisiesen
para sus instalacionespero no nos equivoquemos, lo material no lo es todo.
La situación inicial de desaliento se tornó en cariño y bondad irradiada por
esta señora y por las demás hermanas y personal. Mi padre fue aseado y
alimentado personalmente por ella y me consta que toda esa noche estuvo
pendiente de que no le faltase alimento físico y espiritual.
A la mañana siguiente pude también comprobar cómo el personal sanitario de
esta residencia curaba hasta tres veces al día las heridas que mi padre tenía en
los talones como consecuencia de permanecer en cama durante tanto tiempo. Sin
embargo, la insuficiencia respiratoria se agudizó el domingo y tuvo que volver a
ingresar por urgencias en el Hospital. Escasas horas después entró en coma, y
con todos sus seres queridos arropándole, pudo sentirse muy amado antes de
abandonarnos.
¿Qué clase de sociedad es ésta? ¿Hacia dónde vamos? No solo los políticos,
también en gran medida todos nosotros con nuestro egoísmo e hipocresía
alimentamos esta carencia de valores y deshumanización cuando no tiene la debida
repercusión o publicidad. La gran mayoría de jubilados no pueden permitirse esas
cantidades astronómicas para ser atendidos dignamente. Algo no funciona cuando
tanto despilfarro e inversión en equipamientos inútiles en el más apartado de
los pueblos de nuestra geografía, no logra cubrir las necesidades perentorias de
los más desprotegidos.
Nos rasgamos las vestiduras cuando se habla de solidaridad, pero hacemos muy
poco al respecto. Sin embargo hay gente que no necesita este reconocimiento
público. Estas personas con su labor anónima, callada y constante de servicio a
los necesitados, sin esperar nada a cambio, desempeñan una función social
insustituible, poco reconocida y a veces despreciada. Con todo, logran dejar una
huella imborrable a cuantos rodean en esas situaciones de absoluto
desamparo.
Reciban todos ellos mi más profundo agradecimiento y reconocimiento
público.
No hay comentarios:
Publicar un comentario