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jueves, 11 de abril de 2013

Carta del Sr. Arzobispo

 

 
La vida humana: grandeza vulnerable
 
La vieja tentación humana es llegar a ser Dios. Es lo que cruza la historia de la humanidad, y cómo las grandes tiranías que más han esclavizado y destruido a la humanidad, han querido endiosarse, entronizarse en su poder para ejercer como si fueran los señores absolutos de lo que jamás les pertenece. Cada tirano sabe qué fruta prohibida consume, qué torre de babel levanta y cómo es el becerro de oro que adora. Parafraseando a Th. Eliot, para unos será el dios poder con su impostura dominante; o el dios placer con su señuelo mentiroso; o el dios tener con su moneda segura. La tragedia es que esos dioses menores, son sencillamente dioses falsos. Y cuando se les ha rendido el culto que implacablemente reclaman hasta la entrega más despiadada, se descubre que jamás podrán dar lo que engañosamente prometieron.
En esta torpe y destructiva andadura, la vida siempre se ha presentado como un objetivo a tener bajo control: someterla al dominio de los poderosos, jugar con ella según la carta de sus placeres, y subvencionarla impunemente para tenerla comprada. La vida representa el último dominio de quienes se creen dioses. No es la actitud humilde de quien respeta la vida porque sabe que por ser sagrada no depende de nosotros, que no la hacen nuestras manos ni tienen nuestra rúbrica por firma.
La vida es así de vulnerable y grandiosa al mismo tiempo. Toda la vida importa, sea cual sea su brote, su color, su forma. Habría que tener la ternura y el respeto de un San Francisco de Asís, para comprender sin ecologismos ideológicos, que la Creación nos reclama siempre al estupor y a la gratitud llena de alabanza. “Alabado seas, mi Señor, por la madre tierra, por el hermano sol y la hermana luna, por la hermana agua y las estrellas…”. Así cantaba San Francisco sus alabanzas por tantas criaturas hermanas que tienen por común padre nada menos que al mismo Dios.
Todos los seres son obra de Dios, pero no todos de la misma manera. Sólo el hombre y la mujer tienen el privilegio de ser imagen de un Dios que se les parece, imagen y semejanza de su propio Creador. La admiración y la gratitud por cada ser se hacen especialmente motivo de agradecimiento y de sorpresa cuando miramos al ser humano desde el mismo instante de su concepción hasta su término natural.
La persona humana no cuenta sólo desde que puede ser un sujeto votante, como para algunas fuerzas políticas parece ser que resulta. Si me puede votar a mí –dicen–, entonces organizo la vida y tutelo los derechos de modo que pueda contentar a quien se sienta en deuda conmigo y termine por votarme. Y entonces se inventan las leyes aunque sean la pena de muerte para el más inocente e indefenso de los seres. Unos las imponen como conquista de derechos y libertades, y otros no las quitan para evitar que esto les desgaste. Parece que sólo importa lo que puede granjearme beneficios a mis pretensiones de poder, de placer y de tener como diosecillos fugaces al uso.
Acabamos de celebrar la Jornada de la Vida, de la vida humana como cumbre de la Creación de Dios. Una vida humana que no admite componendas cuando su existencia y su dignidad queda en entredicho. La vida del no nacido pero que existe en el vientre de su madre; la vida del que ha nacido pero no se le protege su dignidad o sus libertades; la vida de quien enfermo o anciano se les quiere tirar después de haberlos usado. Desde el principio hasta el final, el ser humano cuenta con la bendición de Dios: no le maldigamos con nuestras manos endiosadas. Sólo quien apuesta por la vida como don, puede seguir soñando con esperanza en hacer un mundo mejor.

+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo

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