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lunes, 25 de marzo de 2013

Semana Santa 2013



Por D. Carlos J. Díaz Rodríguez

La Semana Santa, es un tiempo “ad hoc” para hacer un alto en el camino, planteándonos o replanteándonos algunas cosas, sobre todo, en el crecimiento de nuestra relación con Dios. Vivimos tan apurados que llegar a conseguir diez o quince minutos de silencio es toda una hazaña. Por esta razón, conviene orar y, desde ahí, reflexionar sobre la pasión, muerte y resurrección de Jesús. Tres palabras en las que se engloba nuestra salvación y la posibilidad de empezar a vivir -desde hoy- una porción significativa de lo que nos espera en el cielo. Algunos críticos del cristianismo –por ejemplo, Nietzsche- argumentan que la fe cristiana -en lugar de responder a las inquietudes y necesidades del mundo- se queda centrada exageradamente en lo que vendrá después, en la promesa de la otra vida, sin embargo, conviene aclarar que si bien es cierto que la felicidad plena se encuentra en lo que llamamos cielo, no es menos cierto que la fe está comprometida con las sanas aspiraciones del ser humano que se mueve en el mundo. Quien se deja encontrar por la verdad (cf. Jn 8, 31-42), por Cristo, empieza a vivir de otra manera, pues descubre el sentido pleno de su existencia. Es lo que llamamos el cielo en la tierra, ya que cuando se tiene la certeza de Dios, los problemas –aunque dolorosos- se vuelven más ligeros de asumir, de enfrentar, sin perder el realismo de la situación, refugiándose en una espiritualidad evasiva e irracional. Partiendo de esto, nos acercamos al significado de la Semana Santa, dejándonos interpelar por el Espíritu Santo, quien llega a nosotros a través de nuestros sentidos, de las personas y, por supuesto, de las circunstancias que nos rodean, un poco al modo de la inspiración que sorprende a los artistas en un momento dado y que influye en el contenido de sus respectivas obras.

Pasión:
Jesús fue un hombre apasionado, el Dios de la pasión que es un sinónimo de entrega. No nada más se dio en la cruz, sino a lo largo de los 33 años que pasó en el mundo, perteneciendo a una cultura, comunidad y familia. Ante un Dios vivo, palpitante, dinámico y decidido, es importante preguntarnos ¿si realmente somos de esos cristianos que contagian entusiasmo, vitalidad y pasión o, por el contrario, vivimos encerrados en nosotros mismos, amargados, como si estuviéramos muertos en vida? No se trata de tener una sonrisa fingida, sino de vivir intensamente, dejándonos tocar por la pasión que trae consigo la verdad. Dentro de la Iglesia, también existe la frialdad, la indiferencia, el aburrimiento, las caras largas, cuando en realidad tenemos un Dios que se dio en todo sentido. La cruz (cf. 1 Co 1, 18) -el signo de la eterna contradicción para extraños e incluso para propios- implica darnos sin medida, donarnos, pero con buen humor, amando las cosas sencillas y agradables de la vida como una caminata a orillas del mar o una plática de sobremesa. La Semana Santa nos habla de pasión, de entrega generosa, para hacernos despertar, tomar conciencia y atrevernos a construir el proyecto de Cristo. ¿Vivimos con ilusión?, ¿nos despertamos con ganas de cambiar el mundo empezando por nosotros mismos?
Muerte:
Jesús murió en la cruz, entregándose por completo, sin embargo, ¡no se quedó ahí, sino que resucitó de entre los muertos! Como sus amigos, tenemos que morir a todas aquellas actitudes que nos separan de su palabra. Renunciar a la mentira, para poder vivir en la verdad que libera y humaniza. ¡Cuántos se dejan llevar por una serie de propuestas vacías, incapaces de dar paso a la felicidad! De ahí que nos corresponda hacer a un lado al hombre viejo, para que llegue el nuevo. Fuera de Dios, hay muerte y desencanto, pues desaparece la trascendencia, la oportunidad de ir más allá de la vida biológica. En cambio, cuando nos dejamos transformar por Jesús, comenzamos a caminar hacia la meta que es la eternidad con la que Dios es eterno. La vida terrenal se parece a una sala de espera VIP con la que cuentan muchas aerolíneas de común acuerdo con diferentes instituciones bancarias. Mientras llega la hora del vuelo, se tiene acceso a un sinnúmero de comodidades que bien valen la pena, lo que se parece a nuestra estancia en el mundo, pues se encuentra enriquecido por la naturaleza, dotándonos de lo necesario para vivir con calidad, sin embargo, aún cuando es muy agradable disfrutar de lo sano que la vida nos ofrece, sucede que –al igual que en aquellas salas de espera- por muchos beneficios que se tengan, sigue dándose en nosotros la nostalgia o el ansia por llegar al destino final. Así es la vida. Aunque tenemos muchas cosas bellas, sentimos la necesidad de ir más allá, de llegar a nuestra verdadera casa, al cielo. Algo nos empuja a seguir adelante. En el mundo no esperamos un avión, sino la muerte natural, el puente que nos llevará al encuentro con Dios y con nuestros seres queridos. Por lo tanto, es un tiempo para reflexionar, ¿cómo queremos presentarnos ante el rostro cercano y cariñoso del Padre Celestial?, ¿con las manos llenas, vencidas por el egoísmo o, en su caso, después de haberlo dado todo por amor? No se trata de obsesionarse con la muerte, sino de saber vivir responsablemente.
Resurrección:
No seguimos a un dios abstracto y mitológico, sino a un Dios vivo (cf. Lc 24, 1,12) que resucitó a la vista de un sinnúmero de personas. El evangelio nos lo narra a modo de testimonio histórico y espiritual. Por lo tanto, el cristianismo no es la religión de la muerte o de la tristeza, sino de la vida. ¿Cómo podemos saber que Jesús es la verdad? A través del misterio de la resurrección con el que se abre el tiempo litúrgico de la pascua. Jesús resucitado es la certeza que tenemos para vivir intensamente y llegar a la meta de nuestra salvación.
Que la Semana Santa -a través de los textos y de los ritos que nos propone la liturgia- sea un espacio para enraizar nuestra fe en el Dios que nos llama a reconocer la cruz, haciendo de ella la llave o la clave de la verdadera felicidad, tanto en el más allá, como en el más acá.

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