José Antonio Noval Cueto Siempre el número trece ha sido objeto de diversas valoraciones, con tinte supersticioso, pero sea por lo que sea, lo cierto es que el 13 de marzo de 2013 se recordará como el día en que los católicos, sabiamente representados por nuestros cardenales y con la protección del Espíritu Santo, escogíamos un nuevo Papa, que responde al nombre de Francisco. Una vez más el credo católico ha estado en el punto de mira de todos y especialmente de este incoherente y descreído mundo occidental, que, a pesar de hacer del relativismo su banderín de enganche, no hace mucho hacía suya la profecía maya que vaticinaba que el mundo desaparecería el 22 de diciembre de 2012, hasta el extremo que hubo que cerrar carreteras en el Pirineo francés, donde querían refugiarse los que aspiraban a ser supervivientes, debido al exceso de tráfico. Esto da pie a pensar que quizá cuando no se cree en nada se acaba creyendo en todo.
Ese miércoles 13 que amanecía con la sorpresa de nieve en el centro de Asturias y carreteras atascadas, y en los periódicos se hablaba de la subida del IPC, de los desahucios, de esperanza de vida en España o de los 13 de Ponferrada, entre otras muchas noticias? pero poco antes de oscurecer, al mismo tiempo que se derretía la nieve en nuestro Principado, en el cielo de Roma salía humo blanco de la chimenea portátil del Vaticano: ¡Habemus Papam! Eran las 19.07 horas. Creo no exagerar si digo que católicos y no católicos vivimos esos momentos con gran intensidad, con emoción -más de 11.718.000 personas siguieron las imágenes de la fumata blanca- pues todos en nuestro fuero interno teníamos y tenemos necesidad de un pastor, de un guía que nos transmita esperanza y seguridad, pues nos encontramos muy desvalidos, solos, faltos de cariño cuando no frustrados? Todos somos conscientes de que el ser humano, en toda su amplitud y por motivos que conocemos todos, está en peligro, se ha confundido de objetivos, debe reconducir su camino, valorar lo que de verdad importa y evitar que se cumpla aquel adagio latino que decía «Homo homini lupus» («El hombre es lobo para el hombre»). Y para esta misión ya tenemos el pastor adecuado, de nombre Francisco, y el programa apropiado, que no es otro que la fraternidad y el amor entre nosotros.
Después de una hora de espera, en el balcón del Vaticano aparecía tranquilo, seguro y sonriente un Papa hispano, un pontífice cuya lengua materna es el castellano -idioma que según Carlos V era apto para hablar con Dios-, un hombre de Dios que a lo largo de su vida no ha hecho otra cosa que aceptar y cumplir la voluntad de Dios, de un Dios que escribe recto con renglones torcidos. Un obispo de Roma que empieza su Pontificado pidiéndonos ayuda, a través de la oración, y recordando que la plegaria es el camino para llegar a Dios. Un Papa que sabe que está en nuestras manos ser ciudadanos del cielo, sin dejar de serlo de la tierra. Pero para ello debemos escuchar, abrir nuestro corazón, ser coherentes, serios, leales y fraternos con el hermano, con el cercano, con el ser humano, pues, como decía un no creyente como Ortega y Gasset, «si Dios se hizo hombre, es que ser hombre es o debe ser algo muy importante?».
De la tierra de la Pampa, de ese Buenos Aires querido, del porteño barrio de Flores, nos llega un hijo de Dios, de padre ferroviario, químico por estudios, ignaciano de formación y párroco de todos por mandato divino que, corajudo, está dispuesto a «abrir la cancha» y combatir a los «atorrantes», «alacranes», «boleteros» y «banderudos» seguidores del «cuerito» o dios dinero, y atajar el mayor mal que produce Occidente, que no es otro que el relativismo -la fe, decía el cardenal Newman, es precisamente la capacidad de soportar dudas-, el todo vale, y de ello es buen conocedor este porteño, viajero del subte, seguidor del San Lorenzo y cultivador del tango, una de cuyas canciones denuncia que «¡Hoy resulta que es lo mismo ser derecho que traidor! ¡Ignorante, sabio o chorro, generoso o estafador! ¡Todo es igual! ¡Nada es mejor!». El pasado día 13 se inició un nuevo camino que pide la colaboración y el testimonio de todos nosotros. Nos va mucho en ello. Quiero concluir estas letras con una pequeña transposición del tango titulado «Al pie de la Santa Cruz», con el ferviente deseo que el pontificado de Francisco dé muchos y abundantes frutos.
«Al pie de la Santa Cruz,
una Humanidad desolada
llorando implora a Jesús:
"Por tus llagas que son santas,
por mi pena y dolor,
ten piedad de nuestro Papa,
¡Protégelo, Señor!»
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