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martes, 26 de marzo de 2013

De San Dimas, el buen ladrón, en el día de su festividad

Por D. Luis de Antequera

Jesús y el buen ladrón en la cruz. Tiziano (1563).

Ayer 25 de marzo fue la festividad de San Dimas, que este año pero no todos por mor de la movilidad de las fiestas de la Semana Santa, celebramos en fecha muy idónea, apenas tres días antes del momento en que se produjo su crucifixión y muerte, junto a la de otro personaje importantísimo de la historia humana: Jesús de Nazaret.
Y es que como bien sabemos, Jesús no va sólo al Calvario, sino que lo hace acompañado de otros dos reos, algo en lo que existe acuerdo entre los cuatro evangelistas. A todo ello dedicamos nuestro artículo del pasado 5 de abril (pinche aquí si desea conocerlo) por lo que no conviene reiterarse en ello. Sí insistiremos en que la tradición de llamar “Dimas” al buen ladrón procede de un apócrifo, el Evangelio de Nicodemo, cuyo manuscrito más antiguo conocido data del s. XI, en su sección denominada “Actas de Pilato”, (pues tiene una segunda llamada “El descenso a los Infiernos”) llama “Dimas” al ladrón bueno, y “Gestas” al malo, dando comienzo a una tradición que es la más sólida, por cuya senda continúa otro importante apócrifo del género, la “Declaración de José de Arimatea”, del que se conoce un manuscrito del s. XII, con gran auge en la Edad Media, la cual ofrece un curioso relato de los cargos por los que Dimas habría sido crucificado:
El segundo […] se llamaba Dimas; era de origen galileo y poseía una posada. Atracaba a los ricos, pero a los pobres les favorecía. Aun siendo ladrón, se parecía a Tobit [Tobías], pues solía dar sepultura a los muertos. Se dedicaba a saquear a la turba de los judíos; robó los libros de la ley en Jerusalén, dejó desnuda a la hija de Caifás, que era a la sazón sacerdotisa del santuario, y substrajo incluso el depósito secreto colocado por Salomón. Tales eran sus fechorías” (op. cit. 1, 1-2).
No es sin embargo la única tradición existente sobre su nombre. Algún manuscrito evangélico -no así la Vulgata, versión oficial de los escritos canónicos desde el Concilio de Trento) lo bautiza como Zoathán y al mal ladrón como Chámmata. El “Evangelio árabe de la infancia” denomina Tito al buen ladrón y Dúmaco al malo
Crucifixión. Antonello Da Messina (1475).

Aunque no falten naturalmente excepciones, como la maravillosa “Crucifixión” (National Gallery, 1450) de Andrea del Castagno (n.1423-m.1457), tanto la tradición como la iconografía cristianas han solido imaginar que los ladrones crucificados junto a Jesús fueron atados al madero y no clavados: tal es el caso de la versión de los hechos de las crucifixiones de Louis Alincbrot (Museo del Prado, 1440) o de Antonello Da Messina (Koninklijk Museum voor Schone Kunsten de Amberes, 1475).
Se suele imaginar igualmente que no pasaron por el mismo calvario que pasó él, salvándose desde luego de la coronación de espinas –lo cual no es muy difícil de entender dada la estrecha relación existente entre dicha tortura y el delito que se le imputa a Jesús, proclamarse rey- pero también de la flagelación, pena que acostumbra a formar parte del macabro ritual de la crucifixión, y hasta del paseo por la ciudad cargados con la cruz.
La consolidación de tal tradición obedece a múltiples razones. En primer lugar, la repentina entrada de los ladrones en el relato evangélico, cuando Jesús ya ha sido flagelado, coronado de espinas y escarnecido en varias ocasiones, hace que el lector del Evangelio se quede con la impresión de que los ladrones no hubieran pasado por nada de eso, cuando en realidad, lo único que ocurre es que los cronistas no se refieren a ello porque no interesa al relato. En segundo lugar, el hecho de que para cuando Jesús ya ha muerto, los ladrones aún están vivos en la cruz según relata Juan, invita igualmente a pensar al lector que la pena de los ladrones hubiera sido más “benigna”. Pero en tercer lugar y sobre todo, el hecho de que la pasión de los ladrones sirve también a los evangelistas para poner en valor el aspecto redencional de la pasión de Jesús, que no en balde y contrariamente a lo que ocurre con los ladrones, no padecía por sus propios pecados, sino por los pecados del mundo, según lo expone San Pablo:
“Creemos en Aquel que resucitó de entre los muertos a Jesús Señor nuestro, quien fue entregado por nuestros pecados, y resucitó para nuestra justificación”(Ro. 4, 24-25).
Curiosamente, si cuando se trata del aspecto físico del tormento que padeció Jesús, el de los ladrones suele imaginarse de inferior intensidad del de aquél a quien acompañan en la hora de la muerte, cuando de trata del aspecto humano o psicológico por el contrario, es Jesús el que lleva ventaja, apareciendo en la cruz con una cierta majestad común a toda la iconografía cristiana, con los brazos extendidos, en posición simétrica, con las piernas cerradas, vestido, piadoso, mientras los ladrones aparecen crucificados en posiciones cómicas y asimétricas, retorciéndose en la cruz, desnudos, maledicentes (sobre todo el malo), etc ..
Lo más probable es que salvo determinados aditamentos de la condena de Jesús (la coronación de espinas), y desde luego cierto cebamiento que se pudiera producir sobre su persona derivado de la inquina que el pueblo judío exhibe ante el procurador romano, como demuestra el hecho de que Jesús muriera antes que ellos, los ladrones sufrieran una ejecución muy similar a la que sufrió Jesús y que, en consecuencia, hubieran sido, como él, flagelados, paseados con la cruz por la ciudad, clavados al madero, y en similar postura y vestimenta que Jesús.

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